Ezra Heymann fue un hombre incomparable. Era un diccionario completo de filosofía, una referencia inevitable de integridad, de austeridad
Por Yanela Battaglini
Proveniente de una familia judía-alemana, siendo un joven cargado de sueños, Ezra Heymann emigró al Uruguay en 1953; allí dio inicio a una fecunda travesía académica en la universidad de Montevideo. A Venezuela, donde impartió clases en la Universidad Simón Bolívar por unos pocos años, llegó en 1974, huyendo de la dictadura. A partir de 1977, se establece en la Escuela de Filosofía de la UCV, donde permaneció hasta 2006, año de su jubilación, aunque esto no le impidió continuar frecuentando los espacios de su entrañable Escuela, impartiendo desde allí sus sabios consejos a quienes le planteaban alguna inquietud casi hasta el final de sus días.
Poseedor de una vasta cultura filosófica tanto como de una impecable formación académica (obtuvo su doctorado en la Universidad de Heidelberg bajo la guía de Hans Georg Gadamer). Descolló en los estudios de la filosofía alemana clásica y contemporánea. No sólo fue especialista en Kant y Hegel, sino que, parejamente se mantuvo actualizado en el desarrollo de grandes figuras como Husserl, Habermas, Gadamer, Heidegger, Doktorvater, Tugendhat, Nikolai Hartmann.
Recuerdo que él dirigió mi primera clase de la Maestría en Filosofía de la UCV. Recuerdo también que ese día entró, dijo cosas que yo comprendí a medias; profundas, pero hice mi mejor esfuerzo. Siguieron otras, y otras más, y ese hombre se volvió el hombre que lo sabía todo, TODO. Pero que lograba explicar de una manera sencilla y preclara aquellas proposiciones inextricables o abstrusas. Luego vinieron otras clases en las que tuve que ponerme a la altura de aquel ser humilde, amoroso y bello, porque fui la preparadora de sus alumnos de lógica. Eso sí fue difícil, intentar ponerme a su altura. Después fue mi jurado sobre una tesis de Wittgenstein y comenzó a orientarme para mi tesis de doctorado de Putnam.
Después de la muerte de mi esposo, Eduardo Piacenza –con quien Heymann mantuvo un absoluto, recíproco y alto respeto, producto de una amistad cultivada desde sus lejanos días uruguayos, se convirtió en un amigo para contar historias cotidianas, triviales, carentes de importancia. No obstante él escuchaba con un desconcertante interés. ¿Cómo un hombre de pensamientos tan elevados, de silencios tan profundos e impenetrables, podía interesarse por esas nimiedades? De allí que siempre quedara como en deuda con él, porque nada justificaba que molestara a alguien a quien tanto admiraba, contándole una cotidianidad insulsa.
Un día, hundida como estaba en la tristeza tras la sorpresiva e infausta muerte de mi Eduardo, me atreví a decirle que ya no podía seguir sin él; que lo extrañaba, y a preguntarle: ¿qué piensa usted profesor?, me contestó: “la muerte de Eduardo es lo más normal que veo, y usted Yanela, tiene que comprenderlo”. Viniendo de él me sorprendió aquella respuesta pero lo asumí porque era ÉL, el gran amigo de Eduardo y mi amigo infinito.
Heymann, era un ser especial sin duda. Tenía un sentido de la filosofía (casi su vida) que nos hacía caminar por los pasillos de la Universidad Central para discutir cualquier problema. Era clase de persona que logra ver algo interesante en casi cualquier cosa por nimia que pueda parecer Eso despertaba en mí, un interés inusitado por el mundo que nos rodea. De ahí en adelante, me convencí, yo pensaría cosas claras, más que claras. Porque me enseñó que una de las mejores formas de estudiar era leer y al terminar de leer, escribir un resumen sobre lo que había entendido. Y me enseñó también que, en los momentos de decaimiento, antes que pensar en si salir o no, ¡saliera!, porque tal vez sentada o tirada en una cama, me quedaría rumiando qué hacer, y no era asunto de quedarse pensando, había que tomar la determinación, salir y hacer las cosas.
No fueron pocas las ocasiones en que compartimos un almuerzo, en donde pasé a saber que comía “más arroz que un chino”, hasta concebir y moldear la idea conjunta de formar un grupo de intelectuales que dieran una explicación a los venezolanos acerca de la crisis política actual, y tal vez formular una propuesta. Esto se volvió realidad, en una de esas reuniones con aquellos, fue la última vez que lo ví, abracé y besé.
La última vez que lo vi fue el 5 de junio. Para el día 22 del mismo mes había viajado a España a reunirse con su esposa. Luego de su partida a España intercambiamos mails en los que yo le repetía como una cantaleta, que lo extrañaba, que me hacía falta, que lo recordaba a diario; y él contestaba con alegría, recalcando alguna idea que, dada la situación, yo no le otorgaba mayor importancia: “Siga luchando”.
Por esos días, según me había informado nuestro amigo común, el también profesor y poeta Fernando Rodríguez, le habían confirmado la existencia de una especie de cáncer. Heymann había sido desahuciado, los médicos le daban de dos a seis meses de vida. No obstante en mis comunicaciones con él obvié por completo el doloroso tema.
¿Cuándo regresa profesor? “No habrá regreso Yanela, estoy viviendo mis días finales”. No diga eso profesor, mire que usted nos hace mucha falta, haciéndome la que nada sabía. Su admirable entereza, su insuperable dignidad ante la muerte, la pasmosa tranquilidad con que lo asumía, no dejan de maravillarme aún. Ni una queja, ni una lamentación, nada.
Heymann logró ser mi apoyo incluso en el terrible momento que ambos sabíamos inevitablemente llegaría; pero que él particularmente, sabía que yo no podría soportar. Por eso me recalcaba con pasmosa calma que estaba tranquilo. Yo continué escribiéndole, pero cuando no recibí respuesta, supuse que la amarga circunstancia había llegado. El 23 de septiembre, a dos meses de su partida recibí por Fernando la fatídica confirmación. Otra puñalada más del destino. Aún me cuesta admitirlo. Sencillamente, no puedo. Ezra Heymann fue un hombre incomparable, lleno de sorpresas que su pequeña figura encerraba. Era un diccionario completo de filosofía, una referencia inevitable de integridad, de austeridad…, porque como profesor, como ser humano, sin duda que es una referencia inagotable para quienes –de alguna manera- aprendimos de él a ser algo más transigentes y sensatos.
En mi último correo le decía que me despertaba siempre con un recuerdo suyo. Hoy de nuevo fue así, y creo que será en el futuro porque en este mundo no encontraré un baluarte de su altura moral que me diga: “¡Salga! Yanela”, “¡Escriba!”, “¡Luche!”.