La megalomanía de Hugo Chávez y Leopoldo López es manifiesta. Los dos son arbitrarios, malcriados, vanidosos, providenciales, convencidos y convincentes.
Carlos San Felipe
¿Le suena esto? Al encabezar un infructuoso movimiento insurreccional, cierto joven con talento para la política cae preso y desde la cárcel impulsa la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente para conjurar la grave crisis económica causada por una clase gobernante que se desgastó en el ejercicio del poder, pese a gozar de cuantiosos petrodólares. El nombre del personaje puede añadirlo a su gusto.
Hugo Chávez y Leopoldo López se parecen más cada día. El finado expresidente comandó una rebelión militar el 4 de febrero de 1992, falló y fue a prisión. Desde su celda inició una cruzada constituyente que, a la larga, le permitió desbancar al puntofijismo, descompuesto luego de años de corruptelas y desatinos que evaporaron la fabulosa cascada de ingresos derivados de la exportación de crudo.
El excalcalde de Chacao formó parte de una conjura putchista que el 11 de abril de 2002 logró desalojar, solo por unas horas, a un jefe de Estado elegido por el pueblo. Más de una década después, en febrero de 2014, acaudilló una sublevación callejera que terminó en fracaso y mazmorra para su cabecilla. Tras los barrotes, este joven político, el más popular de Venezuela hoy por hoy, propugna la tesis de una Constituyente que barra con el antiguo régimen minado por una descomunal impericia que dilapidó el caudal de plata que le entró por el petróleo. El objetivo ulterior es el mismo: Miraflores.
Dispares en cuanto a sus orígenes (Chávez viene de la pequeña burguesía pueblerina, López de los grandes cacao de Caracas), estos hombres caminan en paralelo. Ambos decían desde niños que querían ser presidentes, síntoma de que comparten una personalidad narcisista desde la primera edad; ninguno tuvo empacho en derrocar por la vía de la fuerza a un gobierno constitucional; los dos fueron presos y se hicieron más populares en cautiverio, siempre con la
Constituyente en los labios; ambos apelaron al entroncamiento simbólico con el Libertador, que en el caso de López tomé ribetes hasta genealógicos (asegura ser pariente de Simón Bolívar y se envanece de ellos como si fuese una virtud).
La megalomanía de ambos personajes es manifiesta. Los dos son arbitrarios, malcriados, vanidosos, providenciales, convencidos y convincentes, se creen indispensables y poseen un insaciable apetito de poder. Los dos se casaron con bonitas rubias que fueron arrojadas a la política sin gozar de la más mínima aptitud para ella. Ambos tienen una hija llamada Manuela (la de Chávez era desconocida por la opinión pública hasta hace poco). Los dos crearon partidos políticos personalistas (Leopoldo fue transmigrando de tolda en tolda hasta hallar una en la que mandara él), en los cuales se les rinde culto y donde, en vez de militantes, hay fans. Sufren, por tanto, de complejo de Adán. Tanto el uno como el otro son talentosos oradores, carismáticos, magnéticos, enérgicos, vigorosos, vehementes, cautivantes, tajantes en el verbo, con una fraseología polarizante que provoca reacciones viscerales, binarias, de odio o amor, sin degradé de grises. Ambos esbozaron una visión apocalíptica de los tiempos que los antecedieron y una mirada edénica del porvenir que ofrecen. Ambos se creen Moisés guiando a su pueblo a la tierra de Canaán. Chávez y Leopoldo López se dieron a la tarea de recorrer el país antes de proyectarse a la Presidencia. Chávez tuvo su por ahora, López “el que se cansa pierde”, frases cortas sin mayor trascendencia, pero pegajosas y emotivas.
¿Qué los separa, además de la cuna? La ideología. Mientras Chávez se extravió en la jungla de un ultraizquierdismo caduco, López es expresión de la derecha social, la de los amos del valle. Solo que, así como Chávez cubrió las costras de su sarampión marxistoide para suavizar su imagen y ganar las elecciones, este se vale de un ropaje “progresista”, socialdemócrata, para hacerse más potable ante los electores. Pero su objetivo es el mismo de Chávez: conquistar el poder, barrer a sus oponentes y mandar a voluntad, iluminado por Dios, el Libertador y la historia. Chávez se paraba a la zurda; López, en cambio, se planta a la derecha, ansioso de hacer swing de gradas.
Mucho me temo que pueda pasar con López en el futuro como ocurrió con Chávez al salir de la cárcel: al principio, sus poses extremistas parecían hundirse en la intrascendencia, pero a medida que aumentaba el descontento, su retórica agresiva ganaba adeptos que le quitaba a ofertas más moderadas de cambio político. Ojalá que no, porque Venezuela se podía aguantar a un Chávez de izquierda que metiera plata en sus pantalones, pero difícilmente soporte a un Chávez de derecha que responde a los bolsillos de los de su casta.