Si queremos democracia tenemos que acabar con la presidencia imperial y despojar al gobernante de la propiedad del petróleo, que lo hace dueño del país.
Al error de mantener la presidencia imperial (Jefe de Estado, Jefe de Gobierno, Jefe del partido de gobierno y Comandante en Jefe de la FAN, en una sola persona) y de conservar la reelección (disimulo constitucional del continuismo), que había sido la forma de gobierno del caudillismo militar, se le añadió el más grande de todos los disparates: hacer legalmente dueño del país al Presidente de la República.
Demasiada tentación para un militar ambicioso, además infiltrado de Cuba, y su banda de asaltantes y saqueadores. Veamos cómo se torció el rumbo de nuestra historia.
El Rey de España era el dueño de todo cuanto había en el subsuelo. Independizada Venezuela le sucedió la República en esta propiedad que sólo adquirió importancia cuando se descubrió el petróleo a principios del siglo XX. Entonces el general Gómez, en ejercicio de la presidencia imperial como corresponde a un caudillo militar, otorgó graciosamente a sus amigos las concesiones para explotarlo. La finalidad del otorgamiento era obvia: ganarse un dineral cada uno de ellos traspasando la concesión a una compañía extranjera. Fue lo que hicieron. Con este antecedente quedó claro que el presidente imperial no puede ser el dueño del petróleo.
Estaba en aumento la producción petrolera cuando el general Medina decidió aprovechar la necesidad de combustible de los aliados por la guerra mundial y negoció en 1943 la primera Ley de Hidrocarburos, que contenía una disposición transcendental: las concesiones durarían 40 años y, en consecuencia, se revertirían en 1983, pasando entonces a propiedad de Venezuela, que se haría dueña de toda la industria petrolera sin pago de indemnización.
Posteriormente la Junta Revolucionaria de Gobierno, que llegó al poder por la rebelión cívico-militar de 1945, dispuso por decreto-ley que las empresas petroleras extranjeras debían compartir de por mitad (50%-50%) con la República las utilidades o ganancias que obtuvieran por la explotación de petróleo venezolano.
Las petroleras hacían la inversión, corriendo los riesgos del negocio, mientras la República se dedicaba a cobrar sin poner un centavo. Este sistema, que se conoció como “fifty-fifty” se mantuvo durante la dictadura militar (1948-1958). En el interinato que siguió a su derrocamiento por una rebelión cívico-militar (1958), la junta de gobierno decretó el aumento, del 50% al 60%, de la participación de la República en las ganancias de las petroleras extranjeras. Posteriormente Leoni dispuso en 1966 que, para evitar la manipulación a la baja de los precios del petróleo, la República fijaría unilateralmente el que serviría de base a la participación fiscal.
Con este sistema de explotación de la riqueza petrolera Venezuela vivió, desde 1943, una etapa de prosperidad creciente. Al ascenso económico (éramos el país de América Latina de mayor crecimiento) se le agregó, a partir de 1958, la democracia que nunca habíamos tenido. Los venezolanos nos sentíamos optimistas, con un futuro de ascenso constante. Nadie se iba del país, muchos venían. Parecía que, por fin, habíamos enterrado los fantasmas del pasado, los causantes de la cadena de fracasos desde la independencia. Estábamos equivocados. La bestia negra de la tiranía acechaba emboscada detrás de la presidencia imperial, mantenida por un error de consecuencias trágicas para la democracia.
Vino el más grande de todos los disparates. En 1976 los políticos hicieron dueño del petróleo al presidente imperial con la nacionalización de la industria petrolera. El presidente imperial, al ser dueño del petróleo porque quita y pone la directiva de la empresa petrolera y puede hacer lo que le viene en gana con la industria, se hizo dueño del país. Entonces la bestia negra de la tiranía, que estaba agazapada, mostró sus fauces. Ninguno de los caudillos militares anteriores tuvo en sus manos un botín tan grande. Era demasiada tentación para los saqueadores. Este disparate reforzó el atractivo del poder para ellos y así nos trajo la tiranía de los peores, el fin de la democracia y la destrucción de Venezuela, que no es hoy ni la sombra del pasado.
Hacer dueño de la industria petrolera al Presidente de la República, y de este modo hacerlo dueño del país, ha sido el mayor disparate de nuestra historia de dos siglos de fracasos.
Aprendamos la lección: si queremos democracia tenemos que acabar con la presidencia imperial y despojar al gobernante de la propiedad del petróleo, que lo hace dueño del país.