A Puig Antich lo mató el esbirro con la aquiescencia del Jefe de cortijo
Tamer Sarkis Fernández
Se cumplirá, en mes y pico, los 42 años, no ya del asesinato de Salvador Puig Antich, sino de su asesinato más todo su largo proceso de presidio, peticiones de amnistía, fugaces visitas familiares, manifestaciones y entradas y salidas de la celda para oír las notificaciones del abogado.
Sujeto a toda esa agonía, lo asesinaron a diario más de 42 veces, a él y a quienes más directamente compartían su tortura. 42 años, pues, de la gélida sentencia firmada contra ese joven por el pequeño lugarteniente español de “Mr. Marshall”, quien tuviera la deformidad de autoproclamarse “reserva espiritual de occidente”, “nacional-católico” o siquiera ya “cristiano”, mientras denegaba conmutar al condenado el garrote vil por el fusilamiento, lo que habría significado reconocerle en cierto modo como enemigo de guerra. Con el garrote se le daba a él y a los allegados un último palo moral, tratando de reventarle la dignidad junto a sienes y cuello.
Inmensa dignidad la del patriótico combatiente libertario anti-imperialista –por la liberación ibérica y contra el Cortijospaña y sus bananales-, cuya sensibilidad y consciencia le hicieron capaz de empatizar con su propio carcelero/sombra “personal”, en el que Salvador veía una víctima más. Venía a decir Schopenhauer que víctima y verdugo son lo mismo y que, de comprender ambos la unicidad que los funde, la víctima dejaría de resistirse mientras sería el verdugo quien con toda su alma se resistiría a cumplir. Pues el verdugo se ejecuta a sí mismo, y, podríamos añadir nosotros, con cada ejecución le cava un poco más la fosa a su Amo. Parece que Puig Antich, presintiendo que no iba a salir vivo de esos muros, percibía la vida traspasar todo muro y seguir su curso en los hijos pequeños del carcelero, quien de ellos le hablaba al reo. Tal vez el joven quiso influir por última vez en el río de la vida, prendiendo una luz –de inquietud, de cultura, de conversación, de pasión lectora- con la que el guarda pudiera hacer de sus niños algo distinto a sí mismo.
A Puig Antich lo mató el esbirro con la aquiescencia del Jefe de cortijo. Y no acabó en prisión la imprenta vital del joven, que cabalga con una tierra y un pueblo cuyo presente es aquél: sometimiento, mandato imperial, dictadura oligárquica antes con uniformes y ahora con maletines, expolio material, alienación nacional.
En el espectáculo, a cada periodo consecutivo de la muerte del joven combatiente del MIL parece erosionarse un poco más su relieve. Esto, paradoja, le hizo pasar bastante desapercibido precisamente en el último aniversario de la atrocidad que se cometió con él, en mitad del estruendo actual provocado en torno a los cabezas de turco de la corrupción. Es premeditado este comedimiento en no recordarle demasiado justo ahora en años de agudizado diktat anglo-alemán, ni a él ni al Movimiento Ibérico de Liberación, en cuyo nombre mismo aparece condensada la perspectiva de unidad popular anti-imperialista. Mano izquierda y mano derecha concuerdan año tras año en recordar a Puig Antich como “símbolo de lucha por la democracia” (y “antifascista”, añade la mano izquierda); conducto y transbordador desde “la vieja época” a la “nueva”, quien bien merece obtener su relicario en el hall of fame de la Historia-Museo donde debe permanecer expuesto. Cuestión de memoria histórica y tal.
Puig Antich es un poco como aquel viejo y erudito Catedrático Emérito siempre incómodo por su disidencia funcional respecto del putiferio tecno-empresarial-aristobrero en que se han ido convirtiendo las universidades. Y por cuya jubilación sus sanguijuelas de nueva ornada y no tan nueva lloran, mientras se frotan las uñas para mejor darle con ellas un “empujoncito” y encofrarlo en el Olimpo del pasado.
A las sanguijuelas parlamentarias que hace unos años beatificaron a Salvador en el hemiciclo asociándolo con «los derechos y libertades democráticos», se les olvida que a Franco lo puso la Legión Cóndor y las tanquetas e infantería italianas, sí. Pero también los barcos británico-gibraltareños donde la aviación franquista podía repostar combustible, el propio combustible de los Rockefeller, el embargo petrolero al ejército republicano que dejó a éste sin aviones operativas, los créditos de Chamberlain a los “nacionales”, el boicot británico a la compra de exportaciones españolas durante el Gobierno Azaña, y el cierre de fronteras francés.
Ésa fue la famosa “no-intervención” por parte del campo demócrata europeo en la cínicamente llamada “Guerra Civil”: liquidacionismo puro y duro de la IIª República española, cuyos adelantos, capacidad competitiva creciente, y, sobre todo, ejemplo de independencia frente a cualquier metrópoli, molestaban sobre manera. Al fin y al cabo, amplias fracciones del ejército español habían sido siempre muy filo-británicas: sus hermanos, los hijos secundones de la oligarquía militar, hubieron comido y comían a la sombra rentista de las inversiones y adquisiciones inglesas en España. Y Franco, el “nacional”, el patriotero, dijo haber ganado la guerra –“entonces sí”- nada menos que en 1953, con el Tratado hispano-estadounidense sobre Bases Militares.
Contra aquella dictadura y, avant la lettre, contra esta democracia, combatió el Movimiento Ibérico de Liberación: libertario, patriota del Pueblo hondo y profundo, férreo brazo proletario ante la explotación y la opresión. Contra aquellas derechas y contra las hoy izquierdas de Cortijo, guardas del patíbulo de todo un país y de sus energías y vida material potenciales, combatió el camarada Salvador Puig Antich.
El autor es vicedirector del Diario Unidad