La necesidad de defendernos contra una agresión o ante un ataque es un momento de desnudez propia ante uno, ya que no nos deja alternativa
Tamer Sarkis Fernández
Las artes marciales descalabran todo este juego táctico de violencias proscritas y de contra-violencias sublimatorias y rentables. Una sociedad de cultivo masivo y cotidiano de las artes marciales, donde, por ejemplo, éstas fueran piedra angular de la educación física de los niños y jóvenes (para poder seguir ligados a ellas más tarde de ser su elección), sería una sociedad constitutiva y constituida por personalidades fraguadas de una relación sana con la violencia.
El Estado y los periodistas lo tendrían entonces más difícil que ahora para canalizar a los ciudadanos contra objetivos escogidos. Ello porque la energía destructiva, que en el fondo consiste siempre en tender a golpear para transgredir la calma de una forma dada cualquiera, estaría ejercitándose dentro de un marco de aprendizaje racional de un arte, y así quedaría libre de permanecer estancada y fermentando en espera ansiosa por ser teledirigida contra cualquiera señalado con el dedo de la política. Por otro lado, que las personas –y en concreto, la clase social con más motivos objetivos para plantar cara a la actual existencia- supieran defenderse sustraería al aparato represivo de su actual casi plenipotencia. Muchos, dejando de verse en total indefensión frente a la policía, dejarían también de estar a merced del miedo a salir a la calle. No es casualidad que ningún Estado haya planteado nunca un proyecto serio de extender y popularizar la enseñanza de artes marciales. Ello salvo en la notoria excepción que Japón representa, donde éstas se aprenden en las escuelas; pero donde, por otro lado, los mecanismos de reproducción del orden capitalista están muy imbricados con la pervivencia de rasgos tradicionales de mentalidad en el núcleo mismo de una existencia vivida desde una concepción organicista para-feudal en lo que atañe a las relaciones Capital-Trabajo. Ante la imposibilidad de conciliarse con las artes marciales, el Estado y los medios tratan de internarla en al menos cuatro tipos de “salidas” desterrantes: la espectacularización, la imagen de freakismo, la incorporación a los mecanismos de Estado, la estigmatización.
La espectacularización consiste en mutilar el arte marcial de su amplitud técnica, eliminando de ella los golpes y planteamientos de combate políticamente incorrectos, y, así podada, amañarla como deporte olímpico para consumo de espectadores. Así se logra una especie de perfecta “división de roles sociales” en la relación con el arte marcial espectacularizada: una sociedad que obtiene e interioriza la imagen de que su práctica no es para ellos, para “la gente normal”, sino que está destinada a personas hechas de una “pasta especial”; y, del otro lado de la pantalla o del estadio, un reducido grupo de deportistas y de actores cinematográficos que al parecer “están hechos para eso”. El arte marcial deja así de existir en sociedad; es incompatible con ser espectador, justamente porque el espectador es por definición quien está carente de Do. Queda así falsificada en condición de objeto de información como los hay tantos. Ni se aprende ni se vive, y así queda privada de formar a la persona. Aparece, como las carreras de coches y la vuelta al mundo en hidroavión, “cosa de otros”.
La imagen de freakismo difundida por los medios consigue algo parecido al recurso político anterior, aunque en este caso los excéntricos o los “despreocupados de los asuntos serios de la vida” (o presuntamente serios) parecen ser los destinados al monopolio de la práctica. La gente se aprende la estrofa de que quien tiene familia que mantener (o co-mantener) y un trabajo del que no ser despedido o incluso en el que “prosperar”, no puede destinar “su precioso tiempo” a “fruslerías” y debe por el contrario concentrarse en “aquello que importa”. Pero, si los sujetos pueden aprenderse una chorrada así, es justamente porque el Estado previamente ha hecho ya lo posible por alejar las artes marciales del conjunto de cotidianeidades “normales”, de modo que la lejanía trae el mito. Esta idea, al calar en sociedad, se convierte hasta cierto punto en lo que Robert Merton llamó una profecía auto-cumplida. Pues el recelo o por lo menos la falta de inquietud masivos que la idea consigue sembrar, excluye a gran parte de los practicantes potenciales y en fin sí acaba procurando un perfil más reducido y limitado de practicante, del que pudiera darse en circunstancias distintas. Y esa realidad relativa sirve de referente y de sustento empírico a la idea, con lo que la verdad acaba imitando (aunque por supuesto parcialmente) a su distorsión.
La incorporación a los mecanismos de Estado es una táctica política que operó con las artes marciales por ejemplo en la Unión “Soviética”, donde en determinado periodo se procedió a enseñar artes marciales a los reclutas durante su servicio militar. La falsificación de las artes marciales es entonces radical, puesto que militarizando las artes marciales se pierde por completo la perspectiva de producir personas con una relación y un cultivo racionales con su propia dimensión interior violenta, y de este modo menos neurotizadas y menos tendentes a apoyar cazas de brujas o a tomar parte directa en las mismas. Pasan estas artes a ser así parte del fardo de recursos lubricantes de ideologías patrióticas varias, que siempre, y en un momento u otro, acaban sirviendo de coartada y de empuje a la violencia entre Estados y al correlativo sufrimiento de las sociedades. El hecho de inventarse nuevas artes marciales de síntesis que nacen del y para el ejército (así el Sambo en Rusia), forma parte de este empleo de las artes marciales como signo patriótico diferencial, siendo potenciado el orgullo nacional y, en tal medida, entrándose en el juego estatal de encauzamiento de la violencia.
La estigmatización es el camino que se ha seguido por ejemplo en España, donde el presupuesto estatal destinado a potenciar el conocimiento de las artes marciales o el interés por éstas es nulo y donde, por contra, el sensacionalismo periodístico no desperdicia ocasión para ubicarlas en mundos turbios. O por lo menos para subrayar que, si en sí no son malas, sí congregan mucho tarado a la vez que etérea sería la línea que las separa de “la secta”. La desinformación se casa aquí con una distorsión identificativa: la que proviene de asociarlas o emparentarlas con los deportes de contacto, cuyo sentido sencillamente –y no digo que negativo, sino interesante también- es distinto en esencia. De todos modos, la propia estigmatización periodística que por su parte sufren los deportes de contacto comparte trasfondo político con la estigmatización de las artes marciales, y eso nos sitúa a todos en una posición común. Con la diferencia de que hacia los deportes de contacto aún cargan los periodistas más sus tintas, porque en relación a estos la mentira mediática se vale de las propias imágenes disonantes que la prensa ha ido construyendo en torno a ellos y en torno a las artes marciales. Mientras la prensa sí ha difundido ante los ojos de la opinión pública unos estereotipos de “cierta asociación imprecisa con un halo filosófico” en lo que gira en torno a las artes marciales -sobre todo a las que no centran sus técnicas en el impacto de golpe-, esa misma prensa machaca con el estereotipo del deporte de contacto como una cuestión más “bruta”, un “asunto” de “personas de afición a la violencia o con intereses laborales en ejercerla”, quedando así desvestido el deporte, tras la “noticia” o el “reportaje”-montaje, de su sentido ético y racional, así como de su finalidad formativa (física y existencial) a través de la violencia pero más allá de la misma.
En el libro de Chuck Palahniuk, El club de lucha, el Alter Ego protagonista que se ha ido desarrollando en una persona casada con la normalidad, le dice a ésta (se dice a sí mismo) algo más o menos así: “¿Cómo te vas a conocer si nunca te has peleado?; si nunca te has peleado, no sabes de lo que eres capaz”. La necesidad de defendernos contra una agresión o ante un ataque es un momento de desnudez propia ante uno, ya que no nos deja alternativa. “No se puede pactar con el Dragón –Drac ul-; el entendimiento con él no puede significar más que haber sido embaucado”, afirma la tradición rumana, tierra donde el dragón medieval era la alegoría del Mal. No cabe disimularse en la discreción de intentar que la amenaza pase de largo; desde el momento en que deviene de la amenaza al hecho, el combate no puede ser otra cosa que un momento de sinceridad y, por ende, de autoconocimiento. Bajo nuestra propia sombra; detrás de una identidad tullida por cien abandonos del deseo y por otras tantas concesiones a la tiranía del “realismo”; comprimidos en la médula del personaje que hemos ido apañándonos para bajar a la altura de una realidad supervivencial que nos ha sido siempre insuficiente; tan gobernados por la identidad que el personaje casi había matado ya toda potencia meta-factual y casi se había instituido como única esencia restante…, allí estábamos nosotros después de todo. Haber sido llevados a –o haber decidido- combatir sin posibilidad de medias tintas enciende la auto-subversión en cadena. Pues al sorprendernos radicalmente de nosotros, empezamos a preguntarnos qué otras cosas podemos hacer y qué potencia de ser albergamos o más exactamente qué potencia de ser podemos crearnos. Después de habernos pegado de verdad –o después de haber sido knockeados y de habernos recuperado-, no somos más inconscientes de las amenazas que nos lanza la vida ni de la potencialidad que cien mil componentes de la vida tienen de hacernos daño. Tampoco nos volvemos más impasibles. Pero sí ganamos tolerancia hacia ellas; nos hacemos más capaces de convivir con la certidumbre de su existencia y de su acción. Nos fortalecemos, en el sentido de habernos vuelto más capaces de aceptar la dimensión agónica de la vida, tanto como de interesarnos por su aportación a la existencia y por su irremplazabilidad en la misma (lo que no debe confundirse con hacer una apología del sufrimiento en sícomo fin). Así se desvela el hedonismo con claridad como aquello que es: un refugio; un consuelo religioso más; el auto-engaño de concebir unidimensionalmente la vida y de ver su dimensión agónica como mero error o como mera trampa de la que nos sería posible huir sin quedar en la evasión partidos por la mitad. O, al tiempo, sin quedar tocados de realidad porque ésta fuera a borrarse al darle la espalda.