Ninguna revolución se puede hacer sin el protagonismo de una clase obrera revolucionaria. Cuestión de poder
Julián Rivas
Los venezolanos parecemos vivir en desiderátum. Hablamos de socialismo mientras cada día nos ponemos mas lejos del real contenido de la palabra. Hablamos de patria y la oligarquía colombiana nos tiene invadidos. Hablamos de hombre nuevo y el amor por los reales hace que la corrupción invada amplios segmentos de la sociedad hasta pervertirla. Hablamos de liberación de precios de alimentos y bebidas, teoría económica liberal en mano, y sorpresa, nos come la inflación y no aparecen los productos. Parecen cosas de mago. Pero no es así. Luce más a un complot contra la nación venezolana.
El asunto se traslada a los latinoamericanos en general. Dígame los sureños, como los uruguayos, que se creen europeos. Los negros allí no cuentan. Tienen una izquierda a la que solo se les permite la legalización de la marihuana, el matrimonio homosexual e insultarse a las puertas de los estadios de fútbol.
Desgraciadamente, esto es parte de la castración de la izquierda socialdemócrata, corriente extremadamente alcahueta con la burguesía, el sionismo y Estados Unidos-Otan. Para colmo, algo parecido le sucede a los adecos, socialdemócratas clásicos. Sienten un especial terror si existe la sospecha de que dijeron algo que vaya con la lógica anticapitalista, lo que para ellos, por una línea de conductos mentales torcidos, sería como decir totalitario, no demócrata.
Para esta balurda socialdemocracia, defender las fronteras es un error, desviación de malos recuerdos. Menos es asunto de comunistas, y se lo creen. Les digo que vayan a Albania para que vean los cientos de miles de búnkers de los tiempos de Enver Hoxha, tiempo de dignidad para Albania patriótica, hoy tutelada por los alemanes y la Otan, que han hecho de la misma un botiquín de Europa a la orilla de la playa adriática.
Seamos serios. Hay que debatir. No se pueden pedir diálogos a Estados Unidos, a los adecos y negar el debate popular revolucionario. Veamos unas expresiones de Cornelius Castoriadis: “Un período revolucionario se da cuando cada cual deja de quedarse en su casa, de ser nada más de lo que es: zapatero, periodista, obrero o médico, y vuelve a ser un ciudadano activo que quiere algo para la sociedad y su institución y considera que la realización de eso que quiere depende directamente de sí mismo y de los otros y no de un voto o de lo que sus representantes hagan en su lugar”.
Castoriadis advierte que “la violencia en un proceso revolucionario no es inducida por la sociedad en movimiento sino por los contrarrevolucionarios que quieren volver a cualquier precio al viejo estado de cosas”. Sucedió en la revolución francesa, en la Comuna de París, en Polonia y en tantos lugares…
“Si hay degeneración de una revolución es porque esa unidad política de la sociedad a través de una actividad autoinstituyente no se mantiene”, advierte Castoriadis.
En verdad el asunto es complejo. A la vez es sencillito. Ninguna revolución se puede hacer sin el protagonismo de una clase obrera revolucionaria. Cuestión de poder. Una revolución no es campo para las logias, los aparateros y las cofradías.
Y en una revolución las cosas hay que verlas en su justa dimensión. Ganar una refriega e incluso una batalla, no significa ganar la guerra. Menos si el enemigo se llama Estados Unidos de América. Olvidamos el real sentido de lo que dijo Simón Bolívar: “Los Estados Unidos parecen destinados por la providencia para plagar la América de miseria en nombre de la libertad”.
Estados Unidos es como el perrorabioso que muerde y no suelta hasta lograr sus objetivo. No hay posibilidad de mejores relaciones con Estados Unidos. Por lo pronto, digamos que desde tiempos de Jefferson, a inicios del siglo XIX, cuando se impulsa la política de la transcontinentalidad, para controlar el norte de América de océano Atlántico a océano Pacifico, los gobernantes de Estados Unidos recurrieron a toda treta diplomática. Hasta el sol de hoy, México es la principal víctima.
España por supuesto que perdió mucho, dejó de ser potencia. A fines del siglo XVIII los españoles, con la Compañía Catalana estaban explorando territorios del actual Vancouver, Oregon, e incluso Alaska. La década dura de la revolución francesa revirtió esos proyectos y se metieron ingleses y gringos. Napoleón le quitó a España la Luisiana y se la vendió por unos dólares a los Estados Unidos. Luego, a partir de 1810, Luis de Oinis, embajador español en Washington durante una década (1809-1810), se rindió ante las maniobras de John Quincy Adams (Tratado de Adams-Onís o Tratado de Transcontinentalidad de 1819-1821).
La desgracia para México fue mayor. Independiente desde 1821, el destino le dio un sujeto que fue una tragedia, López de Santa Anna. Curiosamente López se llenó de gloria a partir de 1829 cuando derrotó la invasión española en Tampico, intento de reconquista liderado por un marino, Isidro Barradas, de origen canario pero criado en Carúpano, Venezuela. Como soldado español Barradas incautó el bergantín de la invasión de oriente en 1813, Botón de Rosa, cuyo propietario y capitán fue Juan Bautista Bideau, fundador de la Armada venezolana por instrucciones de Miranda en 1811. No crea que fue Brión, bájese de esa nube. Barradas estuvo en la Campaña de Apure con los españoles, luego en Cuba y en España preparó la fallida aventura mexicana.
Entonces, en parte por los errores de Santa Anna se pierde Texas y luego los estadounidenses terrófagos codician Arizona, California, todo lo que le toca a México al sur del paralelo 42, según acuerdo suscrito entre Onis y Adams. Los gringos iban por más. Nos cuenta Justo Sierra en “Evolución política del pueblo mexicano” que en 1848 cuando los gringos retiran sus tropas invasoras de México, les venden los fusiles de cápsulas con los que triunfaron, y al norte seguían los líos fronterizos. Todo se repetía, bárbaros, filibusteros, pronunciamientos, escasez infinita. Se atacaba al estado republicano y la vieja oligarquía terminó pidiendo un monarca extranjero. Los conspiradores antinacionales tomaban las oficinas públicas y todo lo disolvían.
De allí viene la tragedia de la invasión francesa. Un argumento era que unos oficiales de Santa Ana tenían una vieja deuda en el restaurant de un francés en un pueblo de la periferia de Ciudad de México. Una deuda de pasteles. Derrotado el imperio de Maximiliano en 1867, México buscó sus vías institucionales en el marco liberal. A partir de la revolución de 1811 Estados Unidos vuelve a lo suyo. En 1914 los gringos invaden Veracruz.
Hoy México es centro de narcotráfico cuyo mercado mayor es Estados Unidos. Y todavía los gringos tienen deseos de otro pedazo de territorio en el norte mexicano. Si no lo creen lean a Robert D. Kaplan en “Viaje al futuro del Imperio”. Allí se ve clarito que los gringos saben desde hace rato a quien sirve el volcán de violencia delictivo.
Meses atrás tuvimos la oportunidad de compartir con un diplomático centroamericano en el Golfo Pérsico. Con mucha experiencia latinoamericana y en otros continentes, el diplomático nos decía que la mejor oportunidad de sanear a México se perdió, en parte debido a las maniobras de Estados Unidos. Washington siempre bloqueó un triunfo electoral de Cuauhtémoc Cárdenas.
Estados Unidos y Colombia quieren acabar con el proceso abierto por Hugo Chávez en 1999. Bogotá aspira a corrernos las cercas nuevamente. Santos tira la piedra y esconde la mano. Vota con Estados Unidos en la OEA. Nos endosa una crisis humanitaria. Curioso, es como la deuda de los pasteles.
Nosotros, quizás por pendejos, nunca hemos hecho lo que Europa hace todos los días, políticas migratorias. Nunca hemos reclamado las consecuencias del desborde fronterizo colombiano en nuestro territorio. Pero ahora sí tenemos crisis humanitaria. ¡Qué apretaos! Preguntamos, ¿por qué Santos no ha retirado los 5, 6 o 7 millones de colombianos que en la última década han tomado calles y pueblos de Venezuela? Porque curiosamente en 15 años nos han sacado un millón de universitarios y nos han metido cinco millones de ilegales, especialmente aptos para el bachaqueo y otros vicios.
Vivimos el propio desiderátum. El propio pendejismo. ¡Qué cambalache! Y ahora nos quieren fregar con injerencia o intervención humanitaria. Con intervención humanitaria se liquidó Yugoslavia. Lo que nos amenaza es la Otan y el anglosionismo. Los propios bolsas es lo que somos, con discurso grancolombiano. Este pueblo no quiere MUD, ni vacilantes. La salida es revolución e independencia. ¡Viva Venezuela!