Cuando un supuesto diálogo evidencia su intención de servir de oxígeno para un gobierno en trance de crisis, su condición de trampa es evidente
Gustavo Luis Carrera
No sé, históricamente, de un diálogo político que haya dado frutos concretos y positivos. Sé de pactos, de documentos, de cesiones, de renuncias y de rendiciones. Pero, no de diálogos cumplidos sólo por dialogar.
EL DIÁLOGO COMO FICCIÓN. Cuando se plantea la perspectiva de un diálogo entre dos representantes de posiciones antagónicas la pregunta natural es la de indagar sobre qué se va a dialogar.
Porque lo que es evidente es que no se trata de una mera conversación de saludo o de circunstancia. Y dependiendo de la respuesta, se evaluará si procede o no el supuesto diálogo.
Si no hay sinceridad en esta evaluación procedimental, es una simple ficción denominar diálogo lo que no pasa de palique inválido.
Colocando la situación en su desnuda verdad, debe conceptuarse previamente si puede ser real y auténtico un diálogo, que se supone destinado a llegar a un acuerdo, y donde de antemano una parte le dice a la otra que jamás aceptará lo que ésta asoma como sus aspiraciones indeclinables.
Entonces, es indispensable preguntarse: ¿diálogo sobre qué?, ¿diálogo para qué? Y las respuestas fatales conducirán a rotular ese diálogo como una
ingenua y minusválida ficción.
EL DIÁLOGO COMO TRAMPA. El diálogo tiene sentido cuando hay confluencia de intereses, no divergencia irreconciliable.
La muy citada Conferencia de Yalta, de 1945, como ejemplo, no fue un diálogo. Reunió a Roosevelt, Churchill y Stalin, pero no para dialogar por dialogar, sino para repartirse Europa, casi al término de la segunda guerra mundial; objetivo que interesaba a todos.
Pero, cuando un supuesto diálogo evidencia su intención de servir de oxígeno para un gobierno en trance de crisis, sin que medie ninguna coincidencia de propósitos, su condición de trampa es evidente, y hasta grotesca.
SIN MÁSCARAS. ¿Qué decidir ante una oferta de diálogo del contraveniente? Ningún aficionado puede ofrecer pautas a un político profesional. A éste corresponde, por su experiencia y su compromiso con el país en su totalidad, tomar la decisión.
Y ello a conciencia del riesgo de resultar un dirigente incauto o acertado. Ya antes habíamos calificado este fementido diálogo como dos monólogos.
¿Y qué sentido tiene escuchar dos monólogos atropellados uno frente al otro, fingiendo ser un diálogo, si podemos oírlos por separado, en situación menos grotesca y menos onerosa para el país?
Pero, como quiera que sea, el asunto originario es el de descartar un juego de máscaras en un dramático carnaval político, de alevosas consecuencias.
Antes de aceptar un quimérico diálogo, antes de sentarse en una riesgosa mesa dialogante, es indispensable aplicar el sano principio manifiesto en la advertencia de: ¡Sin máscaras! En efecto, en estos predios oscuros sólo convence la transparencia en los objetivos y sobre todo en las posibilidades de alcanzarlos.
Una conversación bobalicona o simplemente de astuta apariencia es un irrespeto hacia una sociedad dramáticamente aherrojada por una crisis.
VÁLVULA. “El diálogo por dialogar, es un palique. El diálogo para convencer al inconvencible, es una ingenua ficción. El diálogo aparente para que un gobierno gane tiempo, es una trampa. Con máscaras, el diálogo es una mascarada”.