Lo que aquí tenemos es una dictadura militar movida por múltiples razones, entre ellas: el lujurioso apetito con que han ejercido el poder, el miedo a la justicia terrena y la imposibilidad de irse con sus respectivas fortunas a otro lugar del planeta
Rubén Osorio Canales
Desde el momento mismo en que Chávez puso pie en tierra cubana a su salida de Yare, Fidel supo que el destino de este país, hasta ese momento democrático, lo podía manipular a su antojo. Nadie puede negar que desde su llegada al poder Hugo Chávez y la camarilla cívico militar que lo acompañó subordinaron la soberanía de Venezuela a los intereses y directrices castristas, ese mismo grupo que de manera deliberada convirtió a la Fuerza Armada en un partido político, dispuesto a hacer de Venezuela un territorio de su exclusiva propiedad, meta que hasta ahora van logrando, a pesar del repudio de la inmensa mayoría de los venezolanos.
Desde un primer momento uno de los grandes propósitos del modelo dirigido por Fidel y adoptado por Chávez, fue poner en el camino de los hombres de armas, los tentáculos abrazadores de la intolerancia, de la corrupción, de la arbitrariedad y el abuso de poder, hasta traerlos a esta orilla en la que los militares de manera deleznable han quedado atrapados en una guerra contra el pueblo y muy especialmente contra la juventud venezolana en una represión con órdenes de extinción.
Lo que hasta ahora hemos visto, lo que hemos escuchado desde la propaganda oficial no deja lugar a dudas: estamos ante uno de los momentos más tenebrosos de nuestra historia patria, con el agravante de que mientras el discurso oficial grita y habla de paz, los militares que lo apoyan de manera muy condicional, sus fuerzas pretorianas, sus colectivos con francotiradores incluidos, matan a los manifestantes a bala sucia, con tanquetas, disparos de lacrimógenas, metras y plomo en sustitución de pedigones, sin piedad de ningún género y la cúpula del terror, de cara a la galería y para esconder su inmenso miedo, bailan salsa mientras con la represión derraman la sangre de un pueblo indefenso.
Basta ver cómo se ensañan contra un joven cuyo único delito es tocar el violín en las cercanías de un piquete de guardias transformados en criminales por el discurso fanático de la intolerancia, de cómo obliga la represión a buscar el escape por las aguas putrefactas del Guaire, o como un soldado pasa la tanqueta con intención asesina sobre el cuerpo caído de un estudiante indefenso.
Lo que aquí tenemos desde hace mucho tiempo es una dictadura militar movida por múltiples razones entre las cuales destacan: el lujurioso apetito con que han ejercido el poder, el miedo a la justicia terrena que les caería en el caso de perderlo por tanto crimen cometido y la imposibilidad de irse con sus respectivas fortunas a otro lugar del planeta.
Por lo tanto nada detiene el proyecto de destrucción iniciado hace más de veinte años. Allí los vemos desconociendo a una Asamblea Nacional elegida libremente por el pueblo, sacudiéndose un referendo revocatorio que habría cambiado para bien el curso de la historia, intentando matar la constitución, y con ello a la democracia, y ahora pretendiendo montar una constituyente sin la participación del pueblo y prometiendo unas elecciones que nunca celebrarán porque con esa constituyente que pretende montar como un tributo a la indecencia constitucional, determinará que esas elecciones, o no se celebran, o se hacen a la medida y en los términos deseados por quienes detentan esta dictadura.
Lo que en realidad está haciendo esta dictadura es montar el estado de conmoción con el cual pretenden castrar los derechos de todos los venezolanos, disidentes o no. Allí está demostrándolo cada día la grosera y degradante verborrea militar, acompañada de actos criminales que violan todos los derechos humanos, incluido el derecho a la vida. Y ante esa realidad no nos queda otra opción que luchar y resistir, hasta que Dios nos escuche.
Se dice que la renuncia o la destitución de Maduro nos regresarían a la normalidad, pero eso es falso. Maduro es en este momento, el para rayos del repudio popular, el escudo que esconde una pretendida impunidad militar en los sucesos que cada día van sembrando atropellos y dejando muertos, es la ficha a mover para cuando llegue el momento en que los militares tengan que actuar sin intermediarios. El problema lo trasciende porque él es una minúscula parte de un mural construido en ya casi veinte años por el castro comunismo en Venezuela, con todas las armas negras de la intolerancia fascio comunista, esta vez manejadas por un sector militar que no se distingue por su apego a la ética y a las buenas costumbres constitucionales.