“Pacifismo” no es “pasividad” y, por el contrario, exige trabajo, inteligencia y organización que son necesarios e imprescindibles
Manuel Malaver
Se conoce que la historia, como Dios, tiene sus designios, sus misteriosos designios y que no siempre se ajustan a las conclusiones que políticos, analistas y comunicadores desprenden de las señales que indican que las cosas van por un lado y no por otro.
Sobre todo en casos de crisis profundas, sísmicas, apocalípticas y terminales, donde, por la profusión de datos, no es fácil determinar cuáles son aquellos que contienen las claves para que los procesos se desarrollen de la forma más previsible y deseable posible.
Una situación histórica que se cita con frecuencia para documentar las ideas desglosadas más arriba, es la que vivieron los países aliados que enfrentaron a Alemania y al Imperio Austrohúngaro durante la Primera Guerra Mundial (Francia, Inglaterra y Rusia), los cuales, entraron al conflicto confiados y optimistas en que derrotarían al II Reich y a la monarquía de los Habsburgo de manera fácil y relativamente corta, pero para encontrarse con un infierno que duró cuatro años, acabó con un número igual de imperios y cambió de manera radical la cosmovisión occidental sobre la sociedad, la política, la cultura, la guerra y la paz.
De las guerras que en el curso de cuatro siglos se emprendieron para invadir y hasta desaparecer a las Islas Británicas (Inglaterra, Gran Bretaña o Reino Unido como también suele llamárselas), podría decirse lo mismo, en el sentido de que, sus agresores (el Imperio Español de Felipe II, la Francia de Napoleón Bonaparte, y el III Reich de Hitler) se lanzaron con todo a lo que parecía una empresa que no dudaría años sino meses, pero para encontrarse con la sorpresa de que aquella “islita”, relativamente poco poblada y sin recursos ni aliados que la sostuvieran, resistió y terminó dando cuenta de sus enemigos.
Pero aterrizando en nuestro continente y, más específicamente, en Venezuela, en la de comienzos del siglo XIX, me atrevería a pensar que los próceres que emprendieron la guerra de Independencia entre 1810 y 1811, lo hicieron con el cálculo de que un Imperio Español devastado por la invasión napoleónica y la guerra civil, no forcejearía mucho frente a quienes buscaban liberar sus colonias, pero para encontrarse con un “león herido” pero fiero, que batalló y nos impuso una guerra de 14 años.
Y por ahí, podría irme lejos, muy lejos, para tropezar con ejemplos que me ayuden a subrayar la idea de lo cuidadoso que deben ser los hombres responsables de dirigir la política, la guerra y la opinión a la hora de lanzar diagnósticos y pronósticos en situaciones de crisis agudas y complejas, y en las cuales, lo importante es conseguir las vías más expeditas y menos costosas para el triunfo, pero sin caer en cortoplacismos ni facilismos que las harían más largas y escabrosas.
Y por supuesto que, estoy partiendo para plantear estas inquietudes de los sucesos que presencié el miércoles, 5 de julio, que viví, sentí y archivé, cuando un grupo de facinerosos, asaltó con anuencia oficial, la sede del Congreso de la República, hirió a siete de sus diputados (uno de ellos grave, Américo de Grazia) y mantuvo un secuestro de casi siete horas con todos los daños materiales y morales que son previsibles.
Descripción de sucesos que, algún lector desembozado me podría despachar con un: “Pero bueno Malaver ¿cuál es el problema? Un choque más en una confrontación política que seguramente va a continuar y pasará por momentos más calamitosos y sangrientos”.
Pero no, no fue un “choque más” en una confrontación sangrienta, porque, justamente, en un país donde la constante de la violencia siempre ha estado presente en la vida republicana, solo sucedió una vez un “choque” igual o parecido, el 24 de enero de 1848, cuando hordas pagadas por el dictador, general José Tadeo Monagas, asaltaron el Congreso, asesinaron a seis congresistas (entre otros, al prócer, Santos Michelena), produjeron decenas de heridos y sentaron los prolegómenos de la guerra civil de cinco años que se conoce como “Guerra Federal” o “Guerra Larga”.
Un suceso tan dramático, traumático, blasfemo y estigmatizador que no volvió a repetirse en los169 años de historia republicana que siguieron, por más que durante el 70 por ciento de los cuales, férreas dictaduras militares hicieron sentir el poder inconstitucional de sus armas, pero cuidándose -incluso autócratas como Guzmán Blanco, Castro, Gómez y Pérez Jiménez-, que se les asociara a asaltos y menos matanzas contra el Poder Legislativo de la República.
La gran pregunta es: ¿Qué llevó al dictador Maduro y sus corifeos, pandilleros o segundones a repetir los sucesos del 24 de enero de 1848, que los impulsó a agredir a siete diputados, a vandalizar las instalaciones de la AN, a secuestrar su sede por más de siete horas y mostrarse dispuesto a ir donde sea necesario si con ello contiene a la oposición y la derrota para continuar imponiendo su modelo socialista, militarista y totalitario?
Evidentemente que, una primera respuesta, tiene que ser el miedo y la desesperación, la certeza de que, en pocos días, el 16 de julio próximo, en cuanto se realice el plebiscito aprobado por la AN el 5 de julio mientras sus diputados eran agredidos y sus instalaciones asaltadas, quedará en evidencia y al arbitrio de la decisión de un pronunciamiento popular ante el cual no le quedaría otro recurso que renunciar o resistir.
Y, ya en este punto, la segunda pregunta cuya es respuesta nos permitiría establecer si son rescatables las predicciones de “los días finales”, del “julio decisivo” y la “batalla final” es: ¿De verdad, si se lo propusiera, tiene Maduro capacidad para resistir las embestidas opositoras y democráticas, cuenta con los apoyos nacionales y extranjeros, las vulnerabilidades económicas irrenunciables, y la posibilidad de escapar de su aislamiento actual para incrementar,, tanto los recursos militares, como financieros, que necesita para sobrevivir?
La respuesta, desde luego, tendría que ser otro rotundo “NO”, pero sin que desestimemos que, durante tres meses de lucha, Maduro ha mantenido a la FAN mayoritariamente a su lado, su base política sólo ha sufrido el desprendimiento de la Fiscal, Luisa Ortega Díaz, de los generales retirados que secundan a Rodríguez Torres y un grupo se disidentes de vieja y nueva data como Jorge Giordani, Ana Luisa Osorio, Héctor Navarro, Maripili Hernández, Gabriela Ramírez y Eva Golinger.
En cuanto a la estructura gubernamental, también podríamos decir que la mantenido mayoritariamente incólume, con la ineficiencia de siempre, pero con apenas dos o tres deserciones entre diputados, alcaldes y gobernadores.
Bueno, eso en cuanto a lo visible, a lo aparente, porque en cuanto a lo invisible, a lo real, es posible que se esté operando un desmoronamiento que revelaría que se había quedado solo, que había implosionado y los burócratas solo esperaron mejores oportunidades para saltar la talanquera.
Pero Maduro está ahí, sin dar muestras de retrocesos, cada vez cometiendo más atrocidades y, al parecer, seguro de que es él quien llegará hasta el final.
Claro, suponiendo que la oposición lo deje y para ello, para despejar esta segunda incógnita, es necesario que hagamos la radiografía, la tomografía más bien, del otro polo, de la oposición democrática.
Para empezar, debe reconocérsele a los partidos y líderes que han llamado al país a que los acompañen en la cruzada para derrotar a la tiranía, su capacidad de convocatoria, de atraer multitudes que, durante tres meses, no solo se han mantenido en la calle, sino que, han ido implementando formas de organización que los han constituido en un nuevo ejército, en el ejército de la guerra civil del siglo XXI que, sin armas, sin violencia, ni buscando producirle bajas al enemigo, lo han mantenido a raya, acorralado, confundido y en la perspectiva de irlo reduciendo más y más.
Es el viejo desafío entre la avispa y el elefante, el zorro y el rinoceronte, que terminan imponiéndose por su movilidad y destreza para desarticular al enemigo que podrá tener armas, pero solo en un marco limitado y para producir confusión en sus filas.
Lo que ha visto el mundo en autopistas, carreteras, calles, plazas, y barrios de Venezuela, donde el pueblo, no solo resiste sino que aumenta en número y eficacia, creo que es suficiente para demostrar que se puede ganar una guerra y sin recurrir a las armas, ni otras formas de lucha convencionales.
Sin embargo, falta mucho por aprender en este campo, y es necesario, no solo incorporar más gente a las manifestaciones y protestas, sino entrenarlos para que actúen como soldados que, en cada momento, deben enfrentar, y producirle daños al enemigo.
En este sentido, hay que concientizar y divulgar la idea, el principio de que, “pacifismo” no es “pasividad” y, por el contrario, exige trabajo, inteligencia y organización que son necesarios e imprescindibles, para que la derrota de Maduro, aparte de cronométrica, resulte aplastante.
Por supuesto que, estamos hablando de tiempo, de los meses que se necesitan para ir creciendo, mientras que Maduro y sus hordas se van minimizando, hasta que les sea inevitable anularse y desaparecer.
Esfuerzo que es para asegurar el triunfo, pero sin caer en liviandades de que mañana, o pasada una semana, o un mes quizá, estamos en Miraflores.
Vamos a triunfar, es verdad, pero sin perder la perspectiva de que, aún queda mucho por hacer y lograr, para que la bandera de la libertad y la democracia vuelva a flamear en Venezuela.