Maduro y sus cuarenta ladrones —Justin Trudeau, primer ministro canadiense dixit— deben estar muy inquietos por el derrocamiento, renuncia o salida del poder de Mugabe
Cipriano Fuentes
La esperada y anhelada caída o renuncia —en caso de concretarse— de Robert Mugabe, sátrapa y asesino durante 37 años al frente de su país, primero como primer ministro entre 1980 —año en que la antigua Rodesia logró su independencia del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte— y 1987, cuando asumió seguidamente como presidente de la República de la sufrida y martirizada Zimbabue, prueba que ningún tirano es eterno y que —más temprano que tarde— llega el momento del encarcelamiento, derrocamiento, renuncia o muerte del dictador.
El fin de uno de los regímenes africanos más criminales y ladrones, encabezado por Mugabe —auténtica bestia negra de África; auspiciador del patriotismo y el militarismo más miserables—, se veía venir; pero los pocos presuntos caudillos de ese continente y de otras regiones del mundo —en particular los dos tiranos de Latinoamérica (Raúl Castro y Nicolás Maduro)— deben estar de luto: un ejemplo de ello ha sido el comunicado de la Cancillería madurista, en el que se pide la restauración en Zimbabue del hilo constitucional (¿cuál?). El burócrata comunista —y bolivariano, claro— que redactó esa inefable e infame nota diplomática debió pensar que lo mismo puede ocurrir en Venezuela: que un grupo mayoritario y honesto del alto mando militar disponga la salida del dictador venezolano, y porque sabe —como lo sabe cualquier diplomático enterado— que en el escenario político universal de hoy no hay cabida para tiranos, llámense Maduro, Alexander Lukashenco, Omar al-Bashir, Kim Jon-un u otro. Porque el destino de los pocos dictadores que aún quedan será el exilio, probablemente de por vida —por más ricachones que sean—; varias condenas perpetuas o penas interminables en prisiones de algún país democrático y civilizado —por ejemplo Estados Unidos, Canadá, Inglaterra, Alemania, Francia, España o cualquiera de los países nórdicos y demás—, donde los sistemas de justicia no pueden ser comprados por cualquier hampón político que haya saqueado los recursos de su nación y asesinado a miles de personas para perpetuarse en el poder. Por eso estos sátrapas de la posmodernidad luchan con todas sus fuerzas militares —cuándo no— y policiales para mantener el control de los regímenes que los sustentan.
El apresamiento de Mugabe significa muy probablemente el comienzo del fin de los dictadores —normalmente genocidas, criminales de guerra, amorales y ladrones del dinero público hasta los tuétanos—. Y en Venezuela, además, la tiranía ha sido facilitadora del narcotráfico internacional, lo cual ha servido a los personeros principales del régimen para acrecentar de manera inhumana su grosera, injustificada e inmerecida riqueza.
Maduro y sus cuarenta ladrones —Justin Trudeau, primer ministro canadiense dixit— deben estar muy inquietos por el derrocamiento, renuncia o salida del poder de Mugabe, uno de los mejores amigos y enemigos de Venezuela: amigo del gobierno de Hugo Chávez, antes, y ahora del gobierno de facto de Maduro; pero enemigo a muerte de la libertad y de la democracia y, asimismo, del sentir de la inmensa mayoría de la población venezolana.
@renglon70