Mientras, miles de hambrientos irrumpen en supermercados, mercados, bodegas y expendios con ánimos de arrasar cuanto encuentran, sin contar los que asaltan haciendas y fundos, machete en mano, para tasajear reses y llevarse las piezas a sus casas
Manuel Malaver
En menos de tres semanas Venezuela pasó de un controvertido y difuso diálogo entre gobierno y oposición en República Dominicana, a una masacre perpetrada por cuerpos policiales que, en una orgía de sangre y ejecuciones extrajudiciales, arrebató la vida a siete opositores, a unas elecciones presidenciales convocadas por la ANC para abril en las que, el autor intelectual de masacre, Nicolás Maduro, aspira, nada más y nada menos, que a ser reelecto.
Desconciertos –que a falta de otra palabra en español y en cualquier otro idioma occidental- pienso se aproximan al total de emociones que retuercen a los venezolanos de hoy día, pero que ya algunos filósofos de la historia y teólogos de la política están despachando con la sombría alusión al Apocalipsis.
Lógicamente, no soy sobreviviente de ningún Apocalipsis, aunque sus referencias se han vuelto muy usuales después que la caída del Muro de Berlín y del Imperio Comunista Soviético a comienzos de los 90, -así como de la emergencia de los fundamentalismos islámicos y del ISIS en las décadas finales del siglo XX y de comienzos del actual-, demostraron que para miles de millones de habitantes del planeta pudieron ser mucho más que las imágenes de las películas de Werner Herzog (Aguirre, el Azote de Dios, 1972), de Francis Ford Coppola (Apocalipsis Now (1979) y del Evangelio de Juan, pero debo confesar que mis miedos porque mi país, Venezuela, ha pasado a ocupar un lugar en la galería de los horrores que la humanidad reserva para las literaturas fantásticas, son ya una realidad.
Me acuerdo, para ilustrar, de la hambruna que día a día se extiende por todos los rincones del país, con hombres y mujeres de todas las edades buscando mendrugos con que alimentarse en los vertederos de basura, o de los que rondan por clínicas y hospitales mendigando medicinas, servicios médicos o camas para escapar al diagnóstico de una muerte casi segura, o los que pierden la vida en camiones inadecuados para el transporte porque buses, busetas, trenes o cualquier otro medio automotor, han desaparecido por falta de gasolina, aceite o piezas de repuesto.
Hay también una oleada de saqueos que, desde diciembre, cuando empezaron, no dan muestran de amainar y envuelven, tanto a empleados públicos que le entran a saco a las escasas existencias de alimentos y medicinas que nutren los almacenes del Estado, como a cientos de miles de hambrientos que irrumpen en supermercados, mercados, bodegas y expendios con ánimos de arrasar cuanto encuentran, sin contar los que asaltan haciendas y fundos machete en mano, para tasajear reses y llevarse las piezas a sus casas, en un espectáculo que, pienso, no se veían desde los tiempos de la horda primitiva.
“Es el sistema de gobierno de los ladrones” según le escribían recientemente tres sacerdotes católicos cubanos al dictador cubano, Raúl Castro, graficando cómo en un modelo de gobierno donde la productividad es casi nula, no hay divisas para importar y la ayuda extranjera escasea, la ciudadanía toda, empezando por los altos jerarcas del Estado, tienen que vivir del robo.
No creo que haya sido diferente en la Rusia Soviética, en la China de Mao, en los países comunistas de Europa de Este, y en la Camboya de Pol Pot, y es en la Corea del Norte de la familia Sung, y en la Cuba de los hermanos Castro, pero fue en Venezuela donde, como consecuencia de la revolución en los medios electrónicos, de todo lo que puede resumirse en la Internet y las redes sociales, los intentos por replicar un sistema económico y político bárbaro y anacrónico, han traspasado las fronteras y se ven en el mundo como el regreso a la horda primitiva o la peor Edad Media.
En Venezuela, en efecto, Maduro y su segundo, tercero, cuarto y quinto hombre al mando, Cabello, El Aissami, Rodríguez y Padrino López no son sino eso, ladrones, individuos que, como consecuencia de la sucesión en un estado absolutista y sin constitución, ni derecho, se hicieron con las riendas del poder y desde 2013 han venido apretándolas para hacerse con los ingresos de la industria petrolera, y arrasar con el resto de la economía, porque según la receta cubana que sigue a la leninista y estalinista, “la economía privada genera capitalismo, y donde hay capitalismo, hay libertad y democracia”.
El modelo de socialismo chavista y madurista, entonces, no solo se ha encriptado en una economía estatizada cuyo único buque insignia es el petróleo que, no obstante, ver caído sus ingresos a ínfimos históricos, le suministra los recursos para sobrevivir, mientras el resto de los venezolanos se hunde en el infierno de la pobreza, la miseria y la hambruna, porque les está prohibido no percibir bienes para alimentarse, curarse, educarse y transportarse si no se los suministra el Estado.
Pero eso en cuanto a lo económico, porque en lo que se refiere a lo político, Maduro heredó de Chávez un sistema de dictadura o democracia híbrido donde los derechos humanos y las garantías constitucionales no se cercenaron de un tajo, como en la URSS y Cuba, sino por partes, fraccionada y por retazos.
Producto de ello, es la actual constitución aprobada en el 99 que aún perdura, un sistema de partidos precario, acosado, al borde del abismo, pero que todavía mantiene el espacio de la “Asamblea Nacional” y protestas ciudadanas que pueden suceder en la totalidad del territorio nacional, pero que son reprimidas con balas y bombas lacrimógenas si traspasan ciertos límites.
Resultado de semejante estado de cosas, fueron los “desconciertos” que se sucedieron en las tres primeras semanas de enero y que hablan de un país que de repente se empeña en un diálogo que no puede sino tomarse como una forma civilizada de gobierno, mientras cae en la barbarie de ejecutar sin fórmula de juicio a siete opositores y culmina convocando a unas elecciones presidenciales, donde, presuntamente la oposición tendrían posibilidades de desplazar la tiranía y ganar las elecciones para empezar a ser gobierno y restaurar la democracia.
Ahora bien, un observador imparcial y de esos que leen la política sin detenerse en prejuicios ideológicos ni políticos, comprendería inmediatamente que lo que verdad ocurrió en los tableros del ajedrez madurista fue el asesinato de los siete opositores, pues en lo que se refiere al diálogo no se llevó a cabo para ceder un ápice en las políticas totalitarias y, en cuanto a las elecciones presidenciales se harán, pero según las reglas que vienen rigiendo los fraudes electorales venezolanos desde que el chavismo existe y sin cambiar el CNE, el ente que suma y votos de acuerdo a las exigencias del presidente de turno.
En otras palabras que, pareciera haber llegado el momento en que las nomenclaturas cubana y venezolana decidieron ponerle fin al sistema político híbrido que rige desde que Chávez lo construyó y como un último escape para que, tanto los dueños de la Isla, como los dueños de la Tierra Firme, sobrevivan unos años más en el poder.
Este es la lectura que vienen haciendo de los últimos acontecimientos partidos como “Vente Venezuela” y “Alianza Un bravo Pueblo”, cuyos líderes, María Corina Machado y Antonio Ledezma, están llamando a tomar la vía de una confrontación total con el totalitarismo y no cejar hasta que sea expulsado de Venezuela.
Parece ser también la estrategia que terminará asumiendo partidos como “Primero Justicia” y “Voluntad Popular”, cuyos líderes Julio Borges y Leopoldo López se mueven en la vía de combatir a Maduro en todos los frentes con miras a que Venezuela, como un todo, vuelva a la calle sin darle más cuartel a los totalitarismos venezolano y cubano.
Un nuevo momento histórico, entonces, está pronto a nacer o ya nació en las calles de Venezuela y habla de que los días del regreso de la libertad y la democracia no están lejos.