Cuando el encierro se nos impone por la fuerza de una destructiva amenaza contaminante, como la que padecemos, es indispensable asumir una sana asociabilidad, negando de momento el natural intercambio directo humano
Gustavo Luis Carrera/ LETRAS AL MARGEN
Situarse fuera del grupo social que nos resulta habitual es un requerimiento que va contra la natural tendencia gregaria de los individuos. Lo propio es intercambiar contactos directos dentro de la colectividad a la cual pertenecemos. Extremos que se imponen excepcionalmente limitan o proscriben esta necesidad primaria. Así ocurre actualmente.
EL ENCIERRO. La prudencia, en tiempos de epidemia, aconseja estar encerrado, segregado del grupo. Ahora, ¿qué significa el encierro? Se habla de cuarentena, de separación del conjunto colectivo, con el propósito de no contaminarse y de no contaminar. Dicho así puede parecer un estatus de fácil adopción: la disciplina impone sus reglas y cada quien las cumple razonablemente. Pero, ya decíamos que la tendencia espontánea del ser humano es relacionarse con sus semejantes. Así nace la noción de colectividad. Y alterar ese requisito social no es nada sencillo. El encierro sólo se acepta en provisionalidad.
LA ASOCIABILIDAD. El ser humano es sociable por instinto, por necesidad originaria. Su inserción entre sus semejantes es condición sine qua non para formar el grupo colectivamente definido. Por ello, aceptar la asociabilidad que impone el encierro no es una opción de sencillo cumplimiento. Entonces, dentro de la sintaxis del aislamiento, en su condición de rigor sanitario, el requisito de la ruptura, así sea temporal, con el grupo, haciendo asocial al individuo, es una exigencia contra natura, que no resulta de libre cumplimiento. Adviene de un disciplinado esfuerzo que puede ocasionar depresión. Sentirse aislado es lo más cercano de sentirse solo.
LA PRECAUCIÓN. Por prudente decisión, razonada y sistematizada, se establece la logística del aislamiento. Nada fácil es cumplir sus requerimientos funcionales: aprovisionamiento de alimentos y medicinas, reducción al mínimo de salidas puntuales, tapabocas, guantes y otros aditamentos: jabón, alcohol; y la lista puede seguir, haciéndose cada vez más imposible su satisfacción, dadas las actuales estrecheces económicas y las dificultades logísticas derivadas de la situación de epidemia. De este modo, se trata de un estado de cosas de excepción, de riesgo acechante, que impone reglas rigurosas ante un peligro cierto, que nadie puede soslayar ni sentirse fuera de su posible alcance. Todo conduce al punto de partida: de lo que se trata es de establecer rígidas reglas del juego entre la lógica y la prudencia. Ninguna persona queda exenta de la eventualidad de ser afectada por la amenaza contaminante. No hay sitio público donde no se esté expuesto. Las medidas restrictivas de circulación y las exigencias higiénicas preventivas están en el orden del día sanitario. Queda como responsabilidad de las autoridades cumplir con la normativa de salud pública y de atención hospitalaria; con el temor de que su real capacidad no sea suficiente. De su parte, al ciudadano le corresponde el encierro. En suma, la precaución es la cumbre normativa de la sintaxis del aislamiento.
VÁLVULA: «Cuando el encierro se nos impone por la fuerza de una destructiva amenaza contaminante, como la que padecemos, es indispensable asumir una sana asociabilidad, negando de momento el natural intercambio directo humano, y aceptar la imperiosa necesidad salutífera del aislamiento».
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