Devotos del Doctor José Gregorio Hernández, conocido como el «médico de los pobres» piden al siervo de Dios un milagro para Venezuela, sobretodo en momentos de una pandemia que azota a todo el mundo y una crisis económica
EFE
Las campanas de la iglesia marcan el mediodía en la Plaza de La Candelaria. En el corazón del barrio hispano de Caracas, entre su bar Quijote y el Candilejas, una mujer desafía la cuarentena, se arrodilla bajo el templo cerrado, ora y pide a un médico que combata, desde el más allá, el COVID-19, como lo hizo en vida con la gripe. José Gregorio Hernández sigue presente.
«De aquí para mañana, él nos va a hacer el milagro». Él es el doctor Hernández y ella, quien le reza con devoción, Concepción De Sousa, una inmigrante portuguesa de 77 años que puebla La Candelaria, el barrio construido con el sudor de emigrantes nacidos a ambos lados de La Raya ibérica.
Él camina a paso lento hacia la canonización. Ellos, los que todavía hablan con acentos que los delatan como extraños, aprendieron y multiplicaron su devoción por el doctor. La historia del uno sin los otros -y viceversa- queda a medias.
UN DOCTOR ANCLADO A UN BARRIO
Hasta este rincón del centro de Caracas con nombre de virgen canaria, ellos trajeron sus costumbres, sus cafés, sus churrerías y sus panaderías. Su vida. También a la capital llegó Hernández, de familia española y criolla, pero desde el estado andino de Trujillo.
Todo ello lo sabe y lo podría recitar de memoria Concepción, que castellanizó su nombre de Conceição, pero en ella, como en sus vecinos prima la fe.
«La fe que le tengo al doctor, non hay palabras, le tenho muita fe, le rezo todos los días y, lo que le pido, él me complace», dice en un portuñol más que elocuente. Ese es casi el idioma oficial en La Candelaria, un lugar donde los vecinos saludan por el nombre propio a los parroquianos y donde la vida cotidiana incluye a comerciantes fumando a la puerta de las tabernas.
Aquí, como en cualquier barrio de una ciudad castellana o en algún pueblo del Distrito de Aveiro, que vio nacer a Concepción, a los hijos de los migrantes se les conoce por el nombre de sus padres. Hijos ahora tan caraqueños como en capitalino quedó transformado el doctor José Gregorio Hernández, al que la fe ha llevado a buena parte de la América andina.
LA CUARENTENA LO PARÓ CASI TODO
En La Candelaria, como en el resto de Venezuela, la crisis se nota en cada esquina y se percibe en comercios cerrados, casas desvencijadas y kioskos donde no hay periódicos ni revistas. El Fortnite es solo un juego de cartas, el internet una quimera.
En Venezuela, como en todo el mundo, la pandemia ha traído la cuarentena y Concepción termina su rezo bajo un pendón con la foto del doctor desde la valla cerrada de la parroquia Nuestra Señora de La Candelaria. El COVID-19 no ha podido con la fe al doctor pero sí con la liturgia del templo, cerrado a cal y canto.
Quejosa, se pone de nuevo en pie y atraviesa rauda la plaza para volver a cumplir, escrupulosa, con la cuarentena.
Poco tarda en tomar su puesto a las puertas de la parroquia, bajo un sol de justicia, otro feligrés. Hay muchos tipos de devotos y este, José Manuel Cabral, es de los eruditos.
«Era tan grande su fe en Dios que quiso ser sacerdote. Fue a Italia, no superó las pruebas pero aprendió algo muy importante allá y regresó fortalecido. Él entendió: ‘Dios no me quiso allí, Dios me quiere en la medicina», explica Cabral, enjuto, de pelo ralo y descuidado como los mártires en las iglesias.
EL SANTO DE LOS POBRES
Cabral, hijo de portugueses como aquellos que se marcharon de una Península Ibérica asolada por dictaduras, cubre su cara apenas con una tela humilde a modo de tapabocas.
Porque claro, José Gregorio era el médico de los pobres y hoy es santo para los más humildes, sin importar lo que digan en Roma. En las zonas más prósperas rezan a otros como los suntuosos arcángeles, más propios de su geografía urbana.
Y es que incluso en la religión hay clases.
Pero Cabral devuelve pronto el hilo al doctor: «Fue un hombre que enfrentó todas las dificultades y tuvo una gran dificultad en su vida, la gripe española en 1918».
«Trabajó duro para salvar a los que podía y marcó mucho su vida (…) fue una lucha contra un terrible mal que azotó al mundo», explica acerca de la penúltima pandemia que vivió el mundo y que, según casi todos los científicos, comenzó en Kansas para luego ser propagada por los soldados estadounidenses que fueron a la Primera Guerra Mundial.
A ningún político malintencionado se le ocurrió entonces llamarlo «virus gringo» y quedó bautizada como gripe española, pues fueron los medios de ese país, neutral en la guerra, los que más informaron de la enfermedad al no tener censura de informes militares.
UN MILAGRO POR DEVOTO
Cada uno tiene su razón para creer y Jorge Luis Vázquez, un español nacido en Vigo que lleva ya 33 años en Caracas explica la suya.
«Yo, en el año 2006, tuve un accidente de tráfico, un atraco, me dieron un disparo para robarme el coche, llegué a la clínica y estoy aquí», explica escueto con el lenguaje propio de quienes emigraron jóvenes: acento adquirido y palabras importadas.
Con contundencia explica lo que le pide al doctor: «Que quite este virus (…) y se lo lleve bien lejos de aquí».
«Por Dios, en España hay 25.000 muertos, mi familia esta en Vigo y me preocupa, vale», agrega haciendo hincapié en su «vale», la expresión clásica de Venezuela.
A su alrededor la vida parece cobrar color por un momento. Los jóvenes se arremolinan alrededor de los kioskos. La fila para comprar en la farmacia se mueve e incluso dos clientes con rostro de sorpresa se adentran en una cafetería que solo vende para llevar.
En la esquina de la cruz, en la que han pegado sobre el madero una foto de José Gregorio junto a una oración contra el COVID-19, una tienda vende pan y refrescos bajo la mirada atenta del doctor, fijo en una imagen reproducida a modo de estampa.
Ajenos a toda piedad, tres jóvenes de mirada huidiza e intenciones poco beatas controlan todo lo que se mueve en la plaza. Como en un hechizo, o en un milagro de José Gregorio, la vida vuelve a la calle.
Pero entonces, dos policías megáfono en mano atraviesan la plaza. La cuarentena es voluntaria pero de obligado cumplimiento -cosas de Venezuela- y así lo recuerdan a todos los que han comenzado a arremolinarse en la periferia de la plaza. «Todos a sus casas».
El pronóstico de Concepción no se cumple hoy y la escena de vida ibérica, como la propia devota, abandona la plaza. Ya ha dado la una y el bar Quijote sigue cerrado.
Gonzalo Domínguez Loeda