En la vinculación de un mandatario con sus adláteres es de uso común el ejercicio de la lisonja, de la alabanza, por parte de éstos; e inclusive es un hecho habitual dentro del juego de las relaciones administrativas. Pero, cuando se pasa a un nivel extremoso y público, se cae en la vulgar adulación. Hecho bien caracterizable.
Gustavo Luis Carrera
LA ADULACIÓN. Sin duda, la adulación es un recurso bivalente: lisonja para el receptor y beneficio para el emisor. El adulado, afecto a este bajo procedimiento secular, vive la embriaguez de ser lisonjeado. El adulador, sabiendo la debilidad del adulado, cumple su función para recibir el premio de su bajeza. Por eso es un negocio de ganar ganar. Por eso es un vicio de siempre, que sigue como una sombra inevitable el curso de la historia de los gobiernos y de sus protegidos. Y crece exponencialmente en la medida en que el régimen es más personalista y despótico.
«LOS FELICITADORES». En nuestro país, la tradición aduladora, nunca ausente, ha tenido momentos estelares, siendo oficializada, como un factor infaltable, en gobiernos como la dictadura de Juan Vicente Gómez, que siempre se cita como ejemplo. Pero, antes, en el régimen dictatorial de Cipriano Castro, el flujo adulador llegó hasta el extremo de que el escritor tachirense Pedro María Morantes publicó, exilado en España, con el seudónimo de Pío Gil, «Los felicitadores» (1911); libro dedicado a denunciar el servilismo y la adulación sometida de quienes se dedicaban a enviar laudatorios mensajes de felicitaciones al déspota Castro por cualquier motivo, inclusive el más fútil. Todo un símbolo.
OFICIALIZACIÓN DE LA OBSECUENCIA. Ahora, cuando la adulación se oficializa, se convierte en un triste espectáculo, como el que vemos en la actualidad. Es una cadena de adulones, un avasallamiento público de toda una casta de turiferarios, sahumadores, incensadores, que compiten, sin pudor, en adular más y mejor. Es como si Pío Gil hubiera perdido su tiempo denunciando a los «felicitadores» del mandón de turno. La adulación seguramente nunca desparecerá de manera total; pero sus momentos de apogeo sin mesura, propiamente oficializada, quedarán como señales de oprobio. Da tristeza social -o como se dice en el lenguaje cotidiano, pena ajena- oír a un ingeniero de Obras Públicas manifestar que ha traído una máquina para despejar una carretera por «órdenes del Comandante Presidente»; o a un Gobernador afirmar que se ocupa de los daños causados por una inundación por «instrucciones expresas de Señor Presidente»; o a una diputada explicar que su representación parlamentaria «se inspira en las consignas y el espíritu de Nuestro Presidente», o a una funcionaria de Salud Pública rubricar que pone una inyección por «mandato del Señor Presidente». Adulación. Sometimiento. O como se dice popularmente: ¡jalamecatismo! ¿O no?
VÁLVULA: «La adulación, habitual tras bastidores, cuando se hace oficial y pública brinda el más deplorable y vergozante espectáculo, donde el funcionario, tanto de nivel alto como raso, cumple el papel protagónico del servil jalamecate, como se dice en insuperable lenguaje popular».