Las llamadas revoluciones no siempre lo son; comúnmente representan fraudes políticos y sociales destinados a imponer una camarilla corrupta en el poder
Gustavo Luis Carrera
Después de una verdadera revolución, la Revolución Francesa, de 1789, con el ascenso de la burguesía al poder y la declaración de los derechos de todos los ciudadanos, muchos movimientos políticos se autodesignan «revolucionarios», para atraer seguidores con el viejo truco de la demagogia, ofreciendo que llegarán, algún día, tiempos mejores para el pueblo. Esos tiempos nunca se hacen realidad.
ESPEJISMO REVOLUCIONARIO. La revolución es una dimensión confusa y elástica, donde pretenden incluirse movimientos políticos de la más diversa índole. Al fin y al cabo, bajo tal denominación se esconden proyectos dictatoriales y autárquicos que lo único que tienen de «revolucionario» es su propósito de hacerse del poder para cambiar nombres y personas, jugando a lograr el efecto ilusorio de un espejismo social y político. Inclusive la Revolución Francesa derivó hacia el vicio del nominalismo y el caos; y mentes lúcidas de la época, como las de Simón Bolívar y Simón Rodríguez, no ocultan, al final, su recelo ante tan significativo movimiento de cambio sustancial en la historia.
LA OFERTA ENGAÑOSA. La preocupación esencial en el «cambio revolucionario» es la ganar adeptos, y si es posible, captarlos de manera incondicional, no pensante, ni mucho menos con capacidad crítica. Y para ello se hace indispensable una oferta de superación de carencias y de feliz estabilidad. Niveles que nunca se alcanzan; en tanto se desarrolla el falaz consuelo: «hay que soportar la crisis del presente para llegar al beneficio del futuro». Así se han consolidado sistemas «revolucionarios»: promesas de un porvenir que nunca se hace presente. Gran ejemplo al caso es el de la Unión Soviética; seguramente el más eficaz modelo paradigmático de un cruel y engañoso fracaso.
DEMAGOGIA: FRAUDE SOCIAL. En 1917 se produce la llamada Revolución Rusa, con ascenso al poder del Partido Comunista; con las sucesivas figuraciones dominantes de Lenin y de Stalin. De inmediato se plantea la consiga: el pueblo al poder y el poder para el pueblo. Sin embargo, los planes quinquenales de desarrollo económico se evidencian como un fraude social; sólo la demagogia logra ocultar un tanto el descalabro: el pueblo se presenta como dueño de una situación que en verdad sólo obedece al capricho y a las apetencias de líderes deshumanizados que luchan por detentar el poder. Fueron 74 años, hasta 1991, cuando se disuelve la URSS, sin pena ni gloria, a la espera del dorado tiempo de la estabilidad y la felicidad prometidas, y en cuya expectativa un pueblo entero había sido manipulado y dirigido falsamente hacia falaces creencias y delusorias seguridades. La lección «revolucionaria» queda como vacuna histórica preventiva.
VÁLVULA: «Las llamadas revoluciones no siempre lo son; comúnmente representan fraudes políticos y sociales destinados a imponer una camarilla corrupta en el poder. Su instrumento básico es la oferta engañosa de tiempos mejores, inclusive de máxima felicidad, que nunca llegan. Mientras, permanecen al mando, intentando captar «clientes» para su demagogia. El ejemplo de la Unión Soviética es ilustrativo sin parangón».
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