La discriminación contra nuestras etnias indígenas es en la insalubridad de sus comunidades, falta de trabajo, desnutrición y agresiones del Estado
Luis Fuenmayor Toro
He escrito bastantes notas muy cortas sobre el nuevo nombre de la hasta ahora llamada Autopista Francisco Fajardo. Lo he hecho en Twitter, con motivo de la discusión generada por la decisión gubernamental.
No es que el nombre de una autopista signifique en sí mismo algo muy importante, sino que este cambio devela nuevamente una característica de los gobiernos venezolanos de este siglo: la ideologización que le imprimen a todos sus actos y el descuido, por no decir tergiversación, de la verdad histórica.
Alguien me podría decir que todos los gobiernos tienden a actuar de la misma forma, pues los nombres que usan para conjuntos residenciales, arterias viales, empresas gubernamentales y otros, están motivados ideológica y políticamente. Es cierto, pero algunos casos rayan en el disparate y la ignorancia extrema y tienen connotaciones que hacen importante, por la salud mental ciudadana, discutir sobre los mismos.
Cambiar los topónimos urbanos o nacionales es algo que puede ocurrir en cualquier momento, cuando el organismo responsable del caso toma una decisión al respecto. La misma, sin embargo, debe tener alguna motivación importante, pues resulta absurdo y contraproducente efectuar cambios simplemente por el antojo de un gobernante, sin detenerse en el estudio de los topónimos anteriores, que pueden tener una base cultural importante de ser preservada, al ser parte de identidades locales y regionales, o corresponder a la historia patria y relacionarse con la identidad nacional.
La mal llamada revolución bolivariana ha sido muy propensa a cambios arbitrarios, no sólo toponímicos, de este tipo, desde el efectuado al caballo del Escudo Nacional, simplemente porque Rosa Inés no entendía como un caballo podía correr con la cabeza hacia atrás, hasta la burda falsificación del semblante del Libertador.
En la generación de estas modificaciones está también el deseo de los gobernantes de trascender en el tiempo, pues los topónimos persisten muchísimo más que el recuerdo de quienes los cambiaron, pero sus nombres siempre estarán allí, detrás de los mismos.
Otro tanto ocurre con las otras modificaciones señaladas: la octava estrella de la Bandera Nacional, el rostro del Libertador, el caballo del Escudo, el nombre de la República, sin hablar del bautizo con el nombre de los gobernantes del presente o con las consignas “revolucionarias”, de instituciones, parques y obras viales, ni de las estatuas que se puedan levantar. Lo dicho no significa que los cambios no se puedan ni se deban hacer.
El estado Delta Amacuro pudiera cambiarse a Delta Orinoco, pues realmente es ése el delta que debería darle su nombre, y así le fue propuesto a la Constituyente en 1999, pero ésta no lo aceptó. Sin embargo, luego vemos que un simple gobernador cambia el nombre del estado Vargas por el de La Guaira sin dar explicaciones.
La existencia de topónimos indígenas es lógica, pues en el territorio de lo que hoy es Venezuela vivían tribus indígenas y los nombres utilizados por ellas de alguna manera han persistido, sobre todo aquellos fáciles de recordar y pronunciar y que fueron tomados por los colonizadores españoles y mantenidos luego por la república independiente.
Caracas, Los Teques, Chacao, Cumaná, La Guaira, Macuto, Naiguatá, Amazonas, Aragua, Barinas, Carabobo, Cojedes, Guárico, Táchira, Yaracuy, Zulia, Guaicaipuro, para solo mencionar unos pocos muy importantes, son nombres indígenas o derivados de lenguas indígenas, que demuestran claramente la inexistencia de discriminación en esta materia.
La discriminación contra nuestras etnias indígenas es en la vida cotidiana, en la insalubridad de sus comunidades, la ausencia de servicios de todo tipo, la falta de trabajo, la desnutrición y las agresiones constantes de las fuerzas de seguridad del Estado y de terratenientes, que los asesinan impunemente.
No es con cambios de nombres de arterias viales, ni con estatuas, ni con discursos, como se honraría la gallarda defensa que hicieron de sus territorios en el pasado y su contribución vital con el mestizaje nacional.
No es llamando ridículamente genocida a Cristóbal Colón, ni derribando su estatua, ni rebautizando el Ávila, como se evita el asesinato de indígenas continuado en el presente en distintas formas y con participación del Estado venezolano.
Allí están de testigos y víctimas los wayuu, los pemones y tantas otras etnias sometidas a violencia permanente, ante un sistema de justicia indolente y sin un monje dominico que le haga cierto contrapeso. Pero es que sólo se puede esperar en este sentido, de un gobierno que ha sumido en la miseria más abyecta a la inmensa mayoría de los venezolanos, una insólita indolencia y la más vil demagogia.
@LFuenmayorToro
EL AUTOR es médico-cirujano, Ph. D., profesor titular y exrector de la UCV, investigador en neuroquímica, neurofisiología, educación universitaria, ciencia y tecnología. Luchador político