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Estados Unidos: ¿Quo vadis? #Opinión #Humberto GonzálezBriceño

Trump estaría haciendo lo correcto para tratar de salvar la República y la influencia del imperio norteamericano en el mundo

Humberto González Briceño

Los Estados Unidos como potencia imperial está en un momento definitorio y su régimen político comienza a mostrar numerosos y frecuentes signos de agotamiento. Más allá de la reciente confrontación electoral, cuyo último episodio fue la certificación de Joe Biden como ganador y el parco reconocimiento de Donald Trump, está la constatación de una clase política dominante bipartidista complaciente con China e ignorante de su realidad.

En las últimas cuatro décadas la ideología dominante en los Estados Unidos ha sido alentar y apoyar el desarrollo del capitalismo en China y su proceso de industrialización. Esta visión se había justificado como una estrategia geopolítica para incorporar y controlar a la entonces China comunista en el selecto club de potencias mundiales. Este diseño estratégico de Henry Kissinger fue adoptado invariablemente como política de estado por los partidos Republicano y Demócrata.

El precio que pagó los Estados Unidos por esa política fue el desmantelamiento de sus industrias y el desarrollo de una grave adicción a productos fabricados en China a costos ridículamente baratos. Esto fue posible porque mientras Estados Unidos era inundado con toda suerte de productos fabricados en China allá se pagaban salarios de centavos de dólar al día y se cometían las más brutales violaciones a las personas para sostener ese colosal sistema económico-industrial.

Sin incentivos para invertir y generar empleos en su propio país la gran mayoría de las corporaciones de capital norteamericano mudaron sus operaciones de manufactura a la China continental desde donde se fabrican los sofisticados Iphones, pasando por vinos californianos hasta mascarillas anti virales de papel, entre muchos otros productos. Mientras tanto China se transformaba en una competente y diestra potencia capitalista con todas sus estructuras, sin desprenderse del rótulo ornamental “comunista.”

La llegada de Donald Trump a la presidencia de los EEUU en 2016 produce una ruptura abrupta con esta política inercial que había hecho de los Estados Unidos un imperio cada día más dependiente de China. La política de Trump de incentivar y obligar a corporaciones norteamericanas a regresar sus operaciones a los Estados Unidos fue descalificada como populista y nacionalista por los medios de comunicación y la clase política.

Las élites políticas, financieras, mediáticas y académicas en los EEUU han adoptado la ideología globalista que ve en China a un socio mundial y no a un imperio emergente que cada día parece subyugar la voluntad de su adversario sin necesidad de disparar un solo misil. Y es que a la adicción que tiene la sociedad norteamericana a productos baratos lo cual se traduce en transferencias de inmensas masas de dinero, hay que agregar la eficiencia del aparato de  propaganda del partido comunista Chino y su gobierno que hábilmente han reclutado operadores influyentes en la política norteamericana por la vía de halagos, concesiones y hasta sobornos.

No se le puede restar importancia a las conexiones directas que hay entre elementos de esas clases dirigentes norteamericanas y el partido comunista chino. Hoy en los Estados Unidos de Norteamérica la valoración geopolítica y estratégica para determinar si China o Rusia son adversarios reales está en manos de una clase dirigente amigable y connivente con China. La relación entre Joe Biden y su familia con el partido comunista Chino es un buen ejemplo que ha sido bien documentado por periodistas independientes.

Esa fue la esencia del debate electoral en los EEUU en 2016 y en 2020. En ambos casos se trató de la confrontación entre la visión nacionalista de Trump para recuperar  las capacidades imperiales de los Estados Unidos contra una política entreguista de los EEUU a China anidada por décadas en todos los niveles y ramas del gobierno norteamericano.

Desde este punto de vista Trump estaría haciendo lo correcto para tratar de salvar la República y la influencia del imperio norteamericano en el mundo. Sin embargo, para esto ha tenido que enfrentar poderosos adversarios y graves contradicciones internas de un régimen político que está implosionando porque sus instituciones son incapaces de defenderse y de defender las ideas de patria y nación.

Esta peligrosa concepción para los intereses del imperio se expresa en medidas, cada vez más frecuentes, como por ejemplo imponer la ideología de género en la educación, la eliminación del estudio de la historia de los EEUU en la primaria, la eliminación de policías y cárceles, una política de inmigración laxa y ambigua, el desmantelamiento de las industrias nacionales para favorecer a China, entre otras.

La presidencia de Donald Trump fue una insurgencia contra esa política y sus beneficiarios. Solo esto podría explicar la intensidad de una confrontación cuyo último episodio aún no está escrito y bien podría terminar con una destitución temprana de Trump y hasta su encarcelamiento por sedición, según sus acusadores.

La incapacidad de resolver las impugnaciones de fraude electoral según los criterios de ley y orden también pone en evidencia la debilidad de un imperio que voluntariamente renuncia a su derecho a defenderse de la influencia de potencias extranjeras en sus asuntos internos, ya sea esta política, financiera o cultural.

Por eso, quizás la pregunta más importante que deberán hacerse los noveles líderes de esta y la próxima generación no es tanto hacia donde van los Estados Unidos, sino más bien hacía donde va el imperio norteamericano.

 @humbertotweets

EL AUTOR es abogado y analista político, con especialización en Negociación y Conflicto en California State University.


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