Son, a la postre, osados «espontáneos» que ignoran más o menos de todo. En tanto el país sigue a la deriva.
Gustavo Luis Carrera
En el más modesto nivel, cuando se busca cumplir una función, ejercer algún trabajo específico, lo primero que se le solicita al aspirante es la consignación de su hoja de servicios cumplidos o alguna forma de comprobar su capacitación para la tarea que pretende realizar. Es lo que comúnmente se llama un currículum (o currículo). Y se supone que mientras el cargo por el cual se opta es más elevado, la exigencia de formación y experiencia previas ha de ser mayor. Pero, ¿en realidad es así?
SIN CURRÍCULUM. La política decide que el currículum es un requisito reaccionario. Que la formación profesional es un prejuicio. Que la capacitación demostrable es una formalidad restrictiva de inspiración burguesa. Que la hoja de servicios es una exigencia de claro corte aristocrático. Y todo se invierte: es buena nota no tener currículum; más aún en cargos del mayor nivel, donde lo que importa son valores intangibles: la fidelidad con la causa oficial, el sometimiento a la voluntad del todopoderoso, la obsecuencia con que se asume el papel de secretario a la orden. Es más, no tener currículum, en este plano confabulado, es un signo a todas luces favorable: abre el camino hacia un agradecimiento que será tanto más fiel y profundo cuanto el cargo sea más palmariamente inmerecido.
SIN EXPERIENCIA PREVIA. Ante la falta de un verdadero currículum, se pensaría que para ser ministro o funcionario de alto nivel es indispensable poseer una experiencia previa en la materia en la cual se ha de desempeñar el aspirante. Es decir, que ostente un haber profesional demostrado a lo largo de un ejercicio cumplido. Algo así como una hoja de servicios que sirvan de base para sustentar una calificación para el elevado cargo que está en juego. Pero, de pronto descubrimos que esta experiencia previa, que se le pide a un mecánico, a un albañil o a un profesor, tampoco es indispensable, en absoluto, a nivel ministerial o en otros altos niveles oficiales. Sin mucho esfuerzo empezamos a entender que las exigencias calificadoras están en otra parte.
A LO QUE SALGA. Todo depende de lo que haya, de lo que ofrezcan desde arriba. El futuro ministro o presidente de institución o consejo está a la orden para cualquier oportunidad. Oye decir desde arriba: «Esto es lo que está libre». Responde: «Eso es lo mío». Sin miedo al ridículo. Sin escrúpulos ante su aventurerismo. Luego lo trasladan de un ministerio a otro, y a otro, o a una presidencia de consejo o de instituto o de corporación o a una embajada; siendo su respuesta siempre la misma: «Eso es lo mío»; y acepta, sin cargo de conciencia, sin la más mínima vergüenza. Se producen los «enroques», donde un ministro salta de un ministerio al otro, y éste pasa al que está libre, como en un juego de ajedrez; y todos dicen, al unísono, en coro obsecuente ante la autoridad superior: «Eso es lo mío», aceptando en sometido agradecimiento. Mientras produce asombro ver gente de tan extraordinaria capacidad, de tan universal saber, que pueden ejercer funciones de ministro, de director o de presidente de lo que sea. Sobre todo si uno mismo, de una mediana inteligencia y formación profesional, se reconoce imposibilitado para este juego de reparto de desempeños oportunistas. Nadie normal, en su sano juicio, puede pretenderse capacitado para ser ficha en el juego macabro del ajedrez ministerial: mostrarse apto para las materias más disimiles: técnicas, educativas, culturales, petroleras, económicas, sanitarias, electorales, políticas, policiales, hidráulicas, eléctricas, sociales, agrícolas, pecuarias; y pare usted de contar. En anterior oportunidad yo decía que estos «toeros» parecían una augusta mezcla de Erasmo de Rotterdam, Leonardo da Vinci y Andrés Bello, por lo menos, en su saber ecuménico. Ahora agrego que también son un fantasmagórico coctel de aventureros de la selva, del espacio y de las profundidades marinas; tal es su temeraria osadía de aceptar cargos para los que se saben, interiormente, incapaces, improvisados y fingidores. Es decir, a fin de cuentas, que tampoco son verdaderos «toeros», trabajadores que saben hacer más o menos de todo (de «to»); son, a la postre, osados «espontáneos» que ignoran más o menos de todo. En tanto el país sigue a la deriva.
VÁLVULA: «El juego del ajedrez ministerial y de cargos de alto nivel es la competencia por la mayor sumisión ante la voluntad oficial, con la reducción a la condición de secretarios del régimen. Mientras los funcionarios designados se muestran como supuestos «toeros», genios sobrehumanos capaces de ejercer cualquier ministerio o presidencia o dirección o embajada. Pero, a fin de cuentas, son temerarios aventureros, sólo sostenidos por su sometimiento obsecuente».
EL AUTOR es doctor en Letras y profesor titular jubilado de la Universidad Central de Venezuela, donde fue director y uno de los fundadores del Instituto de Investigaciones Literarias. Fue rector de la Universidad Nacional Abierta y desde 1998 es Individuo de Número de la Academia Venezolana de la Lengua. Entre sus distinciones como narrador, ensayista y crítico literario se destacan los premios del Concurso Anual de Cuentos de El Nacional (1963, 1968 y 1973); Premio Municipal de Prosa (1971) por La novela del petróleo en Venezuela; Premio Municipal de Narrativa (1978 y 1994) por Viaje inverso y Salomón, respectivamente; y Premio de Ensayo de la XI Bienal Literaria José Antonio Ramos Sucre (1995) por El signo secreto: para una poética de José Antonio Ramos Sucre. Nació en Cumaná, en 1933.