Gobernantes electos o autoimpuestos caen en la tentación de adueñarse de la soberanía colectiva, y se trasmutan en cercenadores de la democracia, en simples y vulgares dictadores.
Gustavo Luis Carrera I LETRAS AL MARGEN
El «soberano» era el rey, dueño y señor de la tierra y sus pobladores a su cargo. Se trataba del monarca, la máxima autoridad; y estaba dotado de la gracia divina, Esto significaba que podía decidir y hacer a su antojo, sin rendir cuentas a ningún poder superior en su mundo. Sólo le quedaba la responsabilidad inevitable ante Dios; pero, ya ese era un asunto extraterrenal, sólo de su ámbito interno. Su poder público era incuestionable.
CAMBIO CONCEPTUAL. Casi siglo y medio después del debate filosófico, se establece, finalmente, el nuevo principio político que exalta la significación de la colectividad como depositaria de su propia soberanía. En efecto, la sucesión es por demás ilustrativa. El filósofo inglés Thomas Hobbes («Leviatán», 1651) señala que hay una ley civil, escrita (código), y una ley natural, no escrita (tradición humana), que recoge valores que deben ser respetados; destacando que para vivir en sociedad el individuo se ve obligado a delegar el poder en un soberano. El pensador suizo Jean-Jacques Rousseau («El Contrato Social», 1762), señala que el soberano real y originario es la colectividad, que da el poder a un gobernante. La Revolución Francesa (1789), establece, en la Constitución que nace de ella, que la soberanía dimana del pueblo y en él descansa. Desde entonces, este es un principio esencial de la democracia.
ESENCIA DEMOCRÁTICA. En efecto, la estructura del pensamiento democrático se funda en la convicción y el respeto irrestricto por lo establecido en este aserto definitorio: en el pueblo reposa la soberanía. Con frecuencia, gobernantes caen en la tentación de sentirse «soberanos», como los reyes y los monarcas de otros tiempos; o sencillamente como los autócratas y déspotas que proliferan en nuestros días, No hay duda al respecto: cualquier régimen que irrespete este sagrado principio democrático se sitúa en el polo opuesto de la democracia y sienta tienda en el campo de la dictadura.
DISTORSIÓN NACIONAL. El artículo 5 de la Constitución Nacional es riguroso al respecto: «La soberanía reside intransferiblemente en el pueblo, quien la ejerce directamente en la forma prevista en esta Constitución y en la ley, e indirectamente, mediante el sufragio, por los órganos que ejercen el Poder Público. Los órganos del Estado emanan de la soberanía popular, y a ella están sometidos». Queda así recogido el hecho contundente: el pueblo es el soberano; su voluntad se ejerce a través del voto, y su mandato es permanente e irrenunciable: a través de las elecciones el soberano delega, transitoria y limitadamente, el poder en un aparato de gobierno. Pero, las omisiones y los excesos están a la vista: no es posible gobernar por decretos; el gobernante está obligado a hacer una consulta popular para tomar decisiones trascendentales; no se puede transigir, por motivaciones secretas, en la pérdida de la autonomía política y de dimensiones territoriales; debe combatirse todo exceso en el culto a la personalidad del mandatario, reflejado en adulaciones públicas y exorbitantes; es forzoso que la voluntad popular se manifieste en elecciones libres, universales, sin trabas ni ventajismos y con evidente participación general. Estos y otros aspectos deben ser evaluados antes de hablar de democracia, y mucho más de respeto al principio de que la soberanía reside en el pueblo.
VÁLVULA: «Fundamento esencial de la democracia es la conciencia de que la soberanía reside en el pueblo, en toda la colectividad; mientras que el gobierno ejerce un poder comisorio, por determinado tiempo y con las limitaciones constitucionales; siempre sometido a la soberanía popular. Gobernantes electos o autoimpuestos caen en la tentación de adueñarse de la soberanía colectiva, y se trasmutan en cercenadores de la democracia, en simples y vulgares dictadores. La historia los juzga».
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