En el pensamiento filosófico del obispo irlandés George Berkeley (1685-1753), la percepción es la base del conocimiento. En este retrato realizado en 1731 por John Smibert, aparece Berkeley y su familia en las Islas Bermudas, entonces posesión británica.
Gustavo Luis Carrera
¿Es sólo realidad lo que captan nuestros sentidos? ¿No son realidad lo que pensamos y lo que maginamos? ¿Existe otra realidad, la del mundo de las ideas? ¿Solamente se comprueba la realidad a través de la práctica? Estas peguntas, y otras derivadas, se las han planteado filósofos, pensadores diversos, y hasta políticos, en busca de respuestas ontológicas, referidas al ser del individuo, y no solamente afirmaciones pragmáticas y circunstanciales.
EL SOLIPSISMO. Del empirismo -que considera a la práctica como la certera fuente del conocimiento- se desarrolla una tendencia absolutista, radical, que concentra en el campo de las percepciones de cada uno la determinación de la realidad. Es decir, que es real lo que veo (en el sentido más amplio); pero no sé si otros ven lo que yo veo; así como tampoco tengo la certidumbre de que lo que veo exista realmente para todos. O sea: únicamente concibo como real lo que mi percepción es capaz de registrar; de donde se colige que la única existencia de la cual estoy seguro es la mía. Así, más o menos se desarrolla la tesis central de la postura filosófica denominada solipsismo. La idea de que la percepción es la base del conocimiento se consolida, en el siglo XVIII, en el pensamiento filosófico del obispo irlandés George Berkeley. Y el principio de que la conciencia del yo es lo que da sentido al mundo es ostensible, en ese mismo tiempo, en las teorías del filósofo alemán Johann Fichte. Doctrinas que se identifican con el solipsismo: el sujeto está seguro sólo de su propia existencia. De hecho, es la proclamación de la percepción como el signo de identidad humana: solamente es realidad lo visto, lo oído, lo olido, lo gustado, lo tocado; es decir, lo «sentido». A fin de cuentas, es la proclamación del absoluto predominio de lo inmanente. Pero, ¿dónde queda, entonces, lo trascendente, lo imaginario, lo preconcebido?
LA EIDÉTICA. Así como se presenta, directamente a los sentidos, una realidad «tangible», surge otra dimensión de lo real: el campo inconmensurable de las ideas. Podría decirse que frente al fisicalismo, que proclama la realidad física, hay un idealismo, que hace presente una realidad inmaterial. Surge, particularmente, el idealismo al impulso de la reciedumbre filosófica de Platón (siglos V y IV antes de Cristo), quien, en la Grecia clásica, desarrolla una doctrina que será fundamento del pensamiento occidental y estará presente en los postulados religiosos y trascendentalistas de mayor significación. Es lo que se ha llamado el concepto del «eidos»platónico: la cosa visible, palpable, es un reflejo (o una representación) de la idea de la cosa paradigmática, que es abarcante, genérica. Y es una proposición conceptual con sentido lógico: una mesa puede ser de distinto modelo, forma y materia, y en todos los casos está comprendida en la «idea» de «mesa», que está allá en el mundo de las ideas; es decir, que sólo percibimos un reflejo circunstancial de la idea generadora. Es el fundamento del idealismo, de las religiones, de la fe política, de las reivindicaciones sociales. Esa otra realidad, no material, es el dominio insumiso y progresista del cambio, del avance, de la libertad creadora.
PODER CONVINCENTE DEL IMAGINARIO. Resulta evidente la fuerza dinámica y transformadora de la imaginación. Es una potencialidad que se encuentra en la base del adelanto científico, de la creación literaria y de todas las artes, en el avance realmente transformador en la dimensión política y el progreso social. Justamente por no limitarse a lo visto, a lo conocido, a lo existente, surgen al mismo tiempo la medicina experimental, el sistema republicano y el basamento democrático. Si los pensadores se hubieran sometido a las limitaciones del fisicalismo y el solipsismo, habrían desembocado en el quietismo, en la resignación de creer que la realidad circundante era la única posible. Y de haberse atenido a las lejanas proyecciones de un idealismo dogmático, no hubieran pasado nunca de una aspiración inalcanzable, de un ensueño negado de antemano. Aceptar que el imaginario es parte de la realidad -no una otra realidad, sino la dimensión complementaria de una realidad total, universal-, significa asumir a plenitud el reto de situarse, en puridad, en la realidad. Es nuestra experiencia diaria. Cada uno percibe el reto de estar aquí, deseando que el aquí sea otro. Que haya un progreso real, que nos incluya a todos, a la colectividad en pleno. Que la solidaridad vuelva a ser una identidad social. Que el drama vital sea atenuado profundamente, en lo físico y en lo espiritual. ¿Todo esto es parte de un culto al imaginario? ¿Y cuándo no ha sido el progreso una propuesta de la imaginación, que se ha hecho realidad fusionando lo visto y lo no visto?
VÁLVULA: «El solipsismo empírico y el idealismo platónico son los extremos de la afirmación y la negación del absoluto predominio de los sentidos en la revelación de la realidad. Ideas más equilibradas y reflexiones ontológicas integradoras reafirman la fusión de las dos realidades justamente en la condición peculiar de la mente humana. Sin tacto, no
hay realidad; pero, sin imaginación, tampoco».
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