HITLER (como hizo Mussolini con respecto a Italia) creó la leyenda de la Gran Alemania, que había que reconstruir, para imponerla al mundo.
Gustavo Luis Carrera
En general se habla del poder del discurso como de una indudable capacidad de efecto convincente en el auditor. Siempre se toma al respecto el ejemplo de los oradores en el antiguo Senado Romano. Y de otra parte, se alude al peso de la historia, basándose en las evidentes rivalidadesy los enfrentamientos surgidos y conservados entre pueblos y países por invasiones y conflagraciones de lejanos períodos históricos. Y en este sentido se trae a colación el eterno resentimiento que ha pervivido en naciones que fueron aherrojadas por el imperio persa. De ese poder, y de ese peso, se han valido gobiernos y grupos políticos.
EL PODER DEL DISCURSO. Hablar es traducir en palabras las ideas, las sensaciones, los impulsos; vale decir, el conjunto del acopio anímico que proviene del pensamiento y de los instintos. Pero, hay procedimientos -y trucos- que convierten lo que se dice en una disertación -sermón o arenga- dirigida a impresionar, para convencer y dominar. Una forma es la comparación: se hace, por ejemplo, el paralelo entre la época actual y alguna anterior; y ello con un fin determinado (intención final). Otra manera, muy usual en los regímenes autocráticos, es señalar un enemigo, escogido para estimular el odio en su contra, o para explicar fracasos del sistema operante. De la eficacia de este procedimiento no cabe la menor duda. Basta con recordar el ejemplo de mayor trascendencia mundial: Hitler y el nazismo. La doctrina nazi se fundó en la idea revanchista, después de la derrota de Alemania en la primera guerra mundial; el planteamiento era que el pueblo alemán tenía que rescatar el honor perdido; y al mismo tiempo, tomó feroz impulso señalando un enemigo irreconciliable, al que había que enfrentar, perseguir y aniquilar. En este caso el enemigo era dual: de una parte, los países que habían vencido al ejército alemán en el enfrentamiento bélico; y de la otra, de modo muy particular y devastador, el pueblo judío, calificado de raza inferior, y que a la vez representaba una fuerza económica de la cual había que apoderarse.
EL PESO DE LA HISTORIA. Es evidente, y hasta cierto punto comprensible, que los sucesos históricos marquen un sello considerable -en algunos casos, indeleble- en la conformación de una identidad nacional. Es inevitable que el antiguo poder turco todavía es resentido por los griegos; y que los inhumanos excesos de esa misma hegemonía turca sigan pesando poderosamente en el sentir de los armenios. Y así, podría sumarse una vasta lista de lo que llamaríamos resentimientos históricos. No en vano se habla de la barbarie consumada en la conquista de América. Igualmente, sobresalen otros excesos genocidas, como los cometidos por países europeos imperialistas en la conquista de territorios africanos; así como los que caracterizaron la implantación del sistema soviético en la antigua Rusia. Caso semejante se ha incoado en Colombia, como consecuencia de los desmanes y las matanzas cumplidos por la guerrilla, durante tantos años. Pero, volviendo al ejemplo mundializado de los nazis, cabe destacar que Hitler (como hizo Mussolini con respecto a Italia) creó la leyenda de la Gran Alemania, que había que reconstruir, para imponerla al mundo. Ese mito, a base de propaganda, y de persecución policial a quien no lo aceptara, pasó a ser historia, aceptada y exaltada por toda una población, que se sometió a los abusos demenciales de un autócrata. De este modo, cuando la historia no existe, se la crea.
Distintos regímenes han hecho del Libertador un artículo de consumo, de propaganda, de marketing (ya esta palabra aparece en el diccionario)»
DOMINIO MANIPULADOR. A fin de cuentas, todo se reduce a un objetivo predeterminado por mentes astutas y autocráticas. (No se piense que los autócratas no son astutos; aunque es bueno recordar que astucia no significa inteligencia, es sólo un instinto). Ese fin buscado es el dominio de una población de un país, tratando de seducirlo con una palabrería adecuada a ese fin, y creando el peso de una historia prefabricada. Hay casos ostensibles. Uno es propio de nosotros. Se trata del manejo doloso de la figura del héroe máximo del país, Simón Bolívar. Distintos regímenes han hecho del Libertador un artículo de consumo, de propaganda, de marketing (ya esta palabra aparece en el diccionario). Y siempre con el mismo fin: hacer creer en el respeto y la veneración de una indiscutible figura de primer orden, para meter el contrabando de la gran inspiración oficial. ¿No fue un objetivo dominante el que hemos señalado en figuras mundiales, como Mussolini y Hitler? ¿No se evidenció el mismo fin en la imagen ficticia de la Gran Rusia (¿la Rusia de los zares?) exaltada por Stalin? Poco a poco, en inevitable desnudez, se va aclarando el fin último. No hay límite para el discurso mentiroso y fementido del mandatario o de los grupos dominantes. Inclusive llega a ser imitado por las fuerzas de oposición. Pero, en todos los casos resalta el hecho cierto, la intención falaz y absolutista: imponer el dominio manipulador.
VÁLVULA: «Más allá del poder innegable del discurso prefabricado, y de la fuerza del peso de historia, subyace en la relación entre gobernantes y gobernados el juego intermedio, feroz y despiadado, de la manipulación de la capacidad elocuente de la palabra y el peso ostensible de la historia. El fin es obvio: confundir para sojuzgar».
glcarrerad@gmail.com