El Pacto de Punto Fijo no fue más que un acuerdo para el reparto burocrático del gobierno entre los partidos que lo suscribieron.
Humberto González Briceño
A veces leemos opiniones de políticos y analistas sobre la naturaleza del régimen chavista y sus posibles desenlaces como si se tratara de una suerte de maldición que le cayó encima a Venezuela y de la cual ha sido imposible librarse hasta ahora. Además del inútil contaminante metafísico de esa visión la misma le hace el juego a la racionalidad chavista que insiste a la fuerza en partir la historia de Venezuela en dos, antes de Chávez y después de Chávez. Esta visión maniquea remarca la idea de un chavismo que pareciera haberse precipitado de la nada y de pronto aparece totalmente desconectado de un contexto histórico y de un proceso político y social con diferentes hitos que comenzó el día que Venezuela se separó del imperio español.
Sin duda Venezuela es hoy el resultado de esa acumulación de procesos y las decisiones de ir en una dirección y no en otra tomada por los ciudadanos y sus dirigentes. Sin embargo no hay que remontarse a los orígenes de la nación venezolana para encontrar en el caudillismo y la ausencia de instituciones los gérmenes de lo que hoy conocemos y caracterizamos como chavismo.
El antecedente más inmediato lo podemos encontrar en el diseño del llamado sistema democrático instaurado en 1959 como respuesta al caudillismo aunque en la práctica el nuevo régimen que nos fue ofrecido como la panacea que podía curar todos los males terminó sustituyendo la figura del caudillo civil o militar por la del líder carismático bendecido por una ceremonia llamada elecciones. Al igual que en la Venezuela gobernada por caudillos y sin instituciones los gobernantes carismáticos hicieron de su voluntad y ambición personal la ley con la única diferencia de contar con instituciones pero controladas y doblegadas por los gobernantes y sus camarillas. Un viejo y buen amigo, Domingo Alberto Rangel Mantilla, hace unos días lo explicaba con claridad en las páginas de La Razón: “…sobre el carisma de algunos Presidentes, en nuestro país se construyó una sociedad sin instituciones que protejan a los ciudadanos cuando los gobernantes abusan”.
Esa sociedad sin instituciones gobernada por líderes mesiánicos, a la cual refiere Rangel Mantilla, no es otra que el Estado de partidos instaurado en 1959 que seductoramente fue bautizado, sin serlo, como la Democracia. Según la propaganda y el adoctrinamiento para justificar ese régimen político es el pueblo quien mediante el sufragio directo elige a sus gobernantes. En la práctica hay unos aparatos que intermedian entre el pueblo y los gobernantes llamados partidos políticos que terminan configurándose como camarillas o verdaderas oligarquías que gobiernan de acuerdo a sus interés invocando retórica y alegóricamente como una abstracción de muy poca significación, una vez pasadas las elecciones, conocida como el pueblo.
Por su propia mecánica el régimen del Estado de partidos privilegia y posiciona al líder carismático y demagógico por encima del estadista honesto y capaz. Por eso ese sistema electoral, democrático y popular, eligió dos veces presidente a Carlos Andrés Pérez, una vez al golpista Hugo Chávez y jamás concedió ninguna oportunidad a venezolanos tales como Renny Ottolina, Juan Pablo Pérez Alfonzo o Pedro Tinoco, mencionado merecidamente en el referido artículo de Rangel Mantilla.
No podemos desconocer los avances que trajo consigo el Estado de partidos de 1959 en lo político, social, y económico para Venezuela, sobre todo si se le compara con el potente desmadre destructor del régimen chavista. Con todos sus defectos y miserias propias de un sistema vigorosamente apoyado en la corrupción y la demagogia, la llamada democracia venezolana contaba con un sistema de pesos y contrapesos establecidos en la Constitución de 1961 que más o menos funcionaba. A pesar de sus inequidades e inmoralidades el régimen democrático inundó al país de obras y políticas para el beneficio si no de todos si definitivamente de la mayoría de los venezolanos.
Pero la democracia de partidos instalada en 1959 y refrendada con el Pacto de Punto Fijo no podía renunciar a su esencia estrictamente clientelar como forma de hacer política. La militancia y el activismo en estos partidos, que pretendían llegar al poder del gobierno por la vía del voto popular, proliferaban como ejércitos de operadores pagados con dineros públicos para trabajar por el partido, no por el país.
El Pacto de Punto Fijo para adquirir la verdadera categoría de un pacto de gobernabilidad, como falsamente se le atribuye, ha debido ser un compromiso para fortalecer las instituciones públicas previstas en la Constitución de 1961 lo cual habría sido de por sí su mayor victoria. Un pacto de gobernabilidad habría propuesto políticas para construir una Fuerza Armada Nacional patriota al servicio de la nación venezolana, sujeta firmemente al poder ciudadano y no sometida a las negociaciones de los partidos que deciden los ascensos. El Pacto de Punto Fijo no fue más que un acuerdo para el reparto burocrático del gobierno entre los partidos que lo suscribieron que ni siquiera fue útil para preservar a su propio régimen.
La llegada al poder del chavismo en 1999 es el resultado de la crisis y el anquilosamiento del Estado de partidos de 1959 y su Pacto de Punto Fijo. Con su equivocada idea de tolerancia con los golpistas de 1992 la llamada democracia facilitó los medios para su propio desmantelamiento y la instauración del Estado chavista de un solo partido en 1999. La retórica permisiva y tolerante del Pacto de Punto Fijo le entregó las riendas del país al chavismo. La sola invocación del espíritu del Pacto de Punto Fijo como tabla de salvación para los tiempos que vivimos es esconderse en las fantasías de Narnia y apostar a que el chavismo siga en el poder por tiempo indefinido, democráticamente y en nombre de la unidad nacional.