El paso del tiempo enriquece los sentimientos y glorifica el espíritu. Al envejecer, las manos y los pies tienden a estar fríos; no así la mente.
Gustavo Luis Carrera
El tiempo transcurre sigiloso; su cuenta inexorable resta hojas del calendario de la vida. Y cada cumpleaños pasa a ser un hito en el camino marcado por el destino. Pero, es, a su vez, una señal de triunfo: ha sido posible enfrentar y vencer los avatares de la existencia cotidiana por doce meses más.
No es posible envejecer sin pagar tributo. Y es muy cierto. Se cancela un riguroso impuesto por el derecho a franquear la frontera de la tercera -o cuarta- edad. La pérdida de ciertas facultades se siente compensada por la adquisición de experiencia y de ancestral sabiduría. Pero, lo que se quedó en el camino, allí restará, sin remedio y sin reclamo plausible.
Al envejecer, las manos y los pies tienden a estar fríos; no así la mente, activada y encendida por las preocupaciones solidarias: por la pareja, los hijos, los hermanos, los nietos, los amigos, el país y su destino incierto, el mundo y la degradación del ambiente, junto a la proliferación de la violencia y del mercantilismo.
Cada generación percibe ese andar muy quedo del transcurso hacia el término natural. Con realismo; pero, sin sumisa resignación. El poeta de la España pre-renacentista, Jorge Manrique, ya lo señalaba, en el siglo XV: «contemplando / como se pasa la vida, / como se viene la muerte, / tan callando». Es decir, que la lógica impone un final; pero, lo hace con paso de paño y terciopelo.
El tiempo de la experiencia sustituye el tiempo de la ilusión. La juventud es aventura ilusa; después viene el convenimiento con las reglas del buen vivir en sociedad, sumando realidades cotidianas y normas impuestas por el código colectivo. A veces, desesperadamente, la salida es el refugio estoico en el cultivo de la propia mente y de la íntima moral. Así, el paso del tiempo no anula el signo de la individualidad, sino que lo enriquece, subjetivándolo en el aprovechamiento de la riqueza espiritual interna.
Con los años, todo se nos achica, menos el alma. Perdemos, inclusive, estatura. Pero, es asombroso cuánto ganamos en sensibilidad humana, en solidaridad y comprensión. Aprendemos a identificar a las personas por su espíritu, y a huir de los farsantes y de los demagogos.
El tiempo transita los caminos del silencio; pero en la mente de quien llega a la tercera edad hay un diálogo permanente consigo mismo. Su interlocutor interno, en proceso dialéctico, lo ayuda a clarificar y revaluar las cosas, los hechos, las personas, las ideas; todo en sincero reconocimiento de los triunfos y de los fracasos.
Ya andado buen camino de la vida, entiendes por qué los antiguos, desde las épocas más remotas, tenían un Consejo de Ancianos, que representaba la experiencia y la sabiduría, y examinaba y decidía en todos los asuntos del grupo, del poblado, de la ciudad. Estos preclaros personajes, de alba edad avanzada, simbolizaban la práctica viviente, la capacidad de discernimiento y la aquilatada facultad de la sensatez y de la conveniencia colectiva.
Con la vejez, al necesitar ayuda y solidaridad, aprendes a darlas a los demás. Como requieres que soporten tus manías, terminas aceptando las ajenas. Al pedir comprensión para tu sordera y tu vista corta, te dispones a ser tolerante con las peculiaridades y las extravagancias de los más jóvenes. El paso del tiempo enriquece los sentimientos y glorifica el espíritu.
El convencimiento general de que los años aportan experiencia y conocimiento llega al punto de que el pueblo lo sentencie, con elocuente humor: «Más sabe el Diablo por viejo que por Diablo».
Los tantos años sumados te llevan a reafirmar la creencia en la existencia de Dios; o de un Orden Natural, regido éste por un poder superior, que supones que es la Razón o la Ciencia, y que no acabas de identificar.
El largo proceso en el tiempo te hace descubrir que lo importante no es cumplir años, porque todo el mundo los cumple. Lo importante es saberlos llevar. Ciencia infusa que muchos desconocen.
A la sombra del prolongado paso silencioso del tiempo, la naturaleza te impone la moderación: en el andar, en los esfuerzos, en el sexo. Si llevas esta mesura a tu pensamiento y a tus opiniones, habrás cumplido tu propia armonía universal.
VÁLVULA: «El andar acallado de los años sucesivos es nuestra sombra inflexible. Es la suma indetenible que resta capacidades que están a la vista. Pero, es, por igual, el signo inconfundible del triunfo de la vida vivida y de la experiencia alcanzada y convertida en conocimiento. La ruta transitada a través de los años es soterrada; pero también es elocuente y munífica en dotarnos de saberes sobre el eterno misterio que es vivir».
glcarrerad@gmail.com