Si la soberanía reside en el pueblo, ¿cómo es posible que los gobernantes se dediquen a cumplir sus objetivos personales y los de su partido y sus paniaguados?
Gustavo Luis Carrera I LETRAS AL MARGEN
Cuando hablamos de democracia aludimos a un sistema político que responde a la voluntad de un pueblo. No en vano el término viene del griego demos (pueblo), kratos (poder, gobierno). Pero, surge la pregunta incómoda: ¿es cierto lo que proclama esta prestigiosa palabra que llena tantas páginas de la historia contemporánea? Y la indagación subsecuente: ¿cómo se manifiesta, en la práctica, esa relación de poder?, ¿es un estatus de vinculación directa, o es, simple y llanamente, una delegación de derechos? Veamos.
DEMOCRACIA DIRECTA. La forma natural de la soberanía popular es la democracia directa, es decir la consulta de la voluntad de un pueblo sin mediadores. Es la forma de conocer la decisión de una colectividad, de un grupo social. Este principio, que reivindica el respeto de la opinión colectiva es el fundamento teórico de la democracia. Inclusive en las Constituciones de los países civilizados se afirma que la soberanía radica en el pueblo; es decir, que quien gobierna, quien manda, es el pueblo. Y los gobernantes son encargados, o sea comisionados, para administrar, dicha función. Pero, en la práctica surgen obstáculos, que se yerguen como insalvables, para el cumplimiento del esquema propuesto. En primer lugar, las grandes concentraciones de población dificultan, o imposibilitan, la frecuente consulta directa. Y en segundo y alarmante lugar, los gobernantes tienden, pecaminosamente, a usurpar la soberanía que está en el pueblo y a someterla a la suya y a los de sus seguidores. Es decir, que la soberanía del pueblo pasa a ser una quimera.
DELEGACIÓN DE FUNCIONES. Cuando la soberanía popular es delegada en determinadas personas, surge la democracia representativa. Y esta forma sui géneris, comisoria, de ejercer el principio democrático es la usual, extendida mundialmente. La democracia directa ha quedado para su aplicación en pequeños grupos regionales, de gremios, de vecinos. Pero, a nivel de un país se impone la delegación de funciones en representantes, tanto en una Asamblea o un Congreso, como en el plano máximo de jefes de gobierno. Así, ya no hay una vía directa de consulta al pueblo, más allá de la ejercida en unas elecciones generales, donde se escogieron justamente esos representantes. En los países realmente democráticos se consulta directamente al pueblo para modificar la Constitución; en otros casos se obvia el procedimiento directo, haciendo nombrar representantes en una Asamblea Constituyente. El hecho cierto es que la llamada democracia representativa es una forma compulsiva de delegar funciones: el pueblo ya no actúa directamente para ejercer su soberanía, sino que encarga a determinados aspirantes, que hacen campañas publicitarias y despliegan sus ofertas demagógicas, para que sean sus mediadores al efecto. ¿Dónde queda en todo esto la voluntad popular, que sólo se hizo presente en el acto electoral circunstancial, sin recursos para frenar excesos y deformaciones?
¿DEMOCRACIA MAQUILLADA? Las consideraciones anteriores conducen, sin remedio, a una decepcionante conclusión: la que denominamos comúnmente democracia es a lo sumo un sistema maquillado con albayalde democrático. Veamos. Si la soberanía reside en el pueblo, ¿cómo es posible que los gobernantes se dediquen a cumplir sus objetivos personales y los de su partido y sus paniaguados?; ¿y cuándo consultan diputados y funcionarios al pueblo que dicen representar? No se conducen en su categoría de comisionados, sino como dueños absolutos de lo que no es más que una delegación vigilada. Allí se hace trizas el principio democrático. Por eso los partidarios de la acracia, de la anarquía, consideran que todo tipo de gobierno es tiranía disfrazada. Y aunque estamos conscientes de que la conformación del grupo que llamamos sociedad exige mecanismos de consulta viables, así como de que no se ha inventado otro método de consulta masiva que no sea el electoral, creemos que es precaria ilusión pensar en una aplicación fidedigna y confiable de la esencia democrática. Vemos con total claridad que la democracia real, prístina, es una quimera. Que el pueblo, depositario teórico de la soberanía, aherrojado por las carencias materiales y los desengaños ideológicos, es el convidado de piedra en la kermesse democrática. Que, en suma, vivimos una democracia muy mal maquillada.
VÁLVULA: «Analizando los términos en profundidad desembocamos en la conclusión de que la democracia real, incuestionable y fidelísima, es otro mito social; junto a la libertad, la justicia y otros valores intangibles y distantes. Y como acontece con estos principios, habremos de luchar tesoneramente por su aplicación. Así, la democracia auténtica es un desiderátum que reivindicamos y habremos de reivindicar sin tregua y sin dejarnos confundir por disfraces y adefesios manipulados».
glcarrerad@gmail.com