Escribo estas palabras con el corazón aún en llamas, los músculos tensos como cuerdas de arco y la mente encendida como un faro en la tormenta.
Omar González Moreno
No hay palabras capaces de contener la tormenta que rugió en mi alma cuando el silencio de la noche se quebró y supe, con una certeza que estremecía mis huesos, que seríamos libres.
Tras 412 días de cautiverio en la Embajada de Argentina en Caracas, un santuario profanado por el régimen de Nicolás Maduro y convertido en una fortaleza de opresión, la Operación Guacamaya me arrancó de las garras de la tiranía y me devolvió al latido de la vida.
Soy uno de los cinco que desafiamos al destino: Magallí, Claudia, Pedro, Humberto y yo, Omar. Hoy, desde la seguridad de un suelo lejano, escribo estas palabras con el corazón aún en llamas, los músculos tensos como cuerdas de arco y la mente encendida como un faro en la tormenta.
No sé si es alivio, gratitud o la indignación incandescente que aún arde por todo lo que nos infligieron. Pero, sobre todo, escribo con la certeza de que este golpe colosal al régimen es una grieta irreparable en su fachada de invencibilidad.
Cuando llegué a la embajada el 20 de marzo de 2024, creí que sería un refugio pasajero. Somos el equipo de campaña de María Corina Machado y Edmundo González Urrutia, guerreros de la libertad de Venezuela, perseguidos por acusaciones absurdas de “terrorismo” y “conspiración”. Pero pronto comprendí que no había nada temporal en nuestro calvario.
El régimen transformó la embajada en una prisión impenetrable, cercada por las fuerzas élite de la SEBIN y la DGCIM. Francotiradores apostados en las sombras, barricadas infranqueables, drones que surcaban los cielos como buitres, y jaurías de perros entrenados, evocando los horrores de los campos de concentración nazis.
Nos despojaron de luz, agua y limitaron la comida. Nos aislaron de nuestros seres queridos, racionaron nuestras medicinas y nos rodearon con agentes armados que vigilaban cada ventana, cada susurro.
La embajada, que debía ser un baluarte de soberanía, se convirtió en un teatro de tortura psicológica. Los días se alargaron hasta volverse eternos. Sin electricidad, dependíamos de linternas y velas que se consumían como nuestras fortalezas físicas y emocionales. Sin agua, racionábamos cada gota, temiendo el día en que no hubiera más.
El régimen de Maduro está herido de muerte”
La comida escaseaba, y el asedio se convirtió en una sombra que nos acechaba. Pero más insoportable que el hambre era el silencio opresivo, roto solo por los alaridos de los agentes, el rugido de los perros o el zumbido de sus vehículos y drones.
Querían doblegarnos. Querían que el miedo nos devorara, que renunciáramos a nuestra lucha, que traicionáramos a María Corina, a Edmundo, al pueblo que desde las calles clamaba por nosotros.
Cada noche, en la penumbra, me preguntaba si tendría la fuerza para resistir un día más. Sin embargo, en las tinieblas más densas, el régimen no pudo arrancarnos lo que nos hacía invencibles: la resolución inquebrantable de no rendirnos, la certeza de que los tiranos serían derribados del poder que usurpan.
Nos sosteníamos unos a otros. Magallí, con su espíritu de acero, nos recordaba que éramos más que rehenes: éramos estandartes de una Venezuela indomable. Claudia, con su ingenio y valentía, mantenía al mundo informado de nuestra resistencia. Pedro y Humberto, con su experiencia internacional y su profundo conocimiento del terreno electoral, nos infundían la convicción de que nuestro sufrimiento era un capítulo pasajero en la gran saga de la libertad. Y yo, Omar, hallaba refugio en la escritura y en la organización de las redes de resistencia a nivel nacional, así como en los recuerdos de mi familia y de las calles abarrotadas el 28 de julio, cuando el pueblo venezolano venció en las urnas, una victoria que el régimen jamás reconoció.
En la distancia, en un mundo que parecía inalcanzable, María Corina Machado y nuestros aliados forjaban un plan audaz: la Operación Guacamaya.
Cuando llegó el momento, todo se ejecutó con la precisión de un relámpago. En la madrugada, sin un solo rumor que delatara el movimiento, cumplimos las etapas previstas hasta que rostros desconocidos pero fraternos nos guiaron hacia la libertad.
No hubo disparos, no hubo caos. Solo una sincronización perfecta, como si el tiempo mismo se hubiera detenido para concedernos un milagro.
Al subir al primer vehículo que nos arrancaría de las entrañas de la opresión, lancé una última mirada a la embajada.
Aquel lugar, que por más de un año fue mi prisión, ahora parecía insignificante, frágil. Imaginé a los agentes del régimen despertando, atónitos, al descubrir que su “operación perfecta” había sido burlada.
Imaginé a Maduro, huyendo en uno de sus aviones por rutas clandestinas hacia Rusia, enfrentando la verdad ineludible: su poder, que creía absoluto, no era más que un castillo de arena.
Porque si logramos escapar de la segunda instalación más custodiada de Venezuela, ¿qué puede impedir que el resto de su estructura colapse?
Después de muchas horas y dias, cuando mis pies tocaron suelo estadounidense, exhalé un suspiro por mí, por mis compañeros, por los más de 900 presos políticos que aún languidecen en las mazmorras del régimen, por los 30 millones de venezolanos que merecen vivir sin temor. Pero también sentí un orgullo inmenso.
La Operación Guacamaya no fue solo nuestra liberación; fue un rugido al mundo: el régimen de Maduro está herido de muerte.
Su maquinaria de represión, que parecía inexpugnable, fue humillada por un plan tan audaz como impecable. María Corina lo expresó con una claridad profética: “Imagínate cómo se sienten hoy los que debían perseguir a los rehenes”. Yo me los imagino, y una sonrisa se dibuja en mi rostro. Porque sé que tiemblan.
Hoy, desde la libertad, cargo una responsabilidad colosal. Mi escape no es el fin de la lucha, sino el preludio de una nueva batalla. Cada día, alzaré mi voz por los que siguen encadenados, por los que aún soportan la opresión.
La Operación Guacamaya demostró que el régimen es frágil, que su dominio se tambalea, que su hora final se acerca.
Mientras escribo estas palabras, con el corazón henchido de gratitud hacia quienes arriesgaron todo para salvarnos, hago un juramento inquebrantable: no descansaré hasta que Venezuela sea libre. Porque, como proclamó María Corina, “lo electoral ya lo ganamos, y lo haremos valer”.
Por ti, Venezuela. Por nosotros. Por la libertad que nadie volverá a arrebatarnos. ¡Lucharemos hasta el fin!
EL AUTOR es escritor, periodista, docente universitario, parlamentario, ex gobernador del Estado Bolívar y dirigente nacional del movimiento político Vente Venezuela. Permaneció asilado durante 412 días en la embajada de Argentina en Caracas junto con otros cuatro integrantes del comando de campaña de María Corina Machado.