Los retoños aristobreros producidos por Franco y criados a su vera, que leían a Freud y a Fromm, ansiaban “matar al padre”
Tamer Sarkis Fernández (Barcelona, España)
Cuando la pequeña burguesía rural falangista organizaba el campo castellano según su idea de arcadia corporativista y a través de sus Hermandades de Labriegos y Ganaderos, esos camisas azules no suponían qué iba a pasar en menos de dos décadas. El fondo material que el Estado acumulaba sobre las espaldas y el sudor del trabajo campesino, la disciplina, la represión y los gravámenes fiscales a la burguesía comercial, iba a caer en manos de una tecnocracia que, por medio del Instituto Nacional de Industria, emplearía como Capital “primitivo” u “originario” la dinerización de aquel fondo mercantil agrario (véase el concepto en Karl Marx, El Capital, La llamada acumulación originaria). En el nivel de las relaciones inter-clase, tal Estado español desarrollista y sus Planes conseguirían al menos dos hitos:
El primero fue sintetizar a la vieja oligarquía financiera española con el régimen de propiedad industrial. Por vez primera, la oligarquía entraba a capitalizar en masa la producción, a impulsar proyectos monopólicos, a detentar grandes paquetes de títulos, a tomar parte en procesos decisorios, etc. En otras palabras: el proceso mutó la función económica de una oligarquía que, a grandes rasgos, no había pasado de ser rentista, comerciante, accionista, prestamista y acreedora del Estado, y que sólo a partir de la segunda mitad de los cincuenta pasaría a ser financiera en el pleno sentido contemporáneo del término (encarnando la fusión de la banca con la industria, que Lenin detalla en su gran obra El imperialismo, fase superior del capitalismo). A fortiori, tanto la oligarquía como el imperialismo se tornarán en depositarios directos del paquete de grandes empresas y monopolios privatizados durante la Transición y los primeros años constitucionales.
El segundo hito de la tecnocracia fue conciliar en el capitalismo monopolista de Estado a la vieja burguesía nacional catalana. Centralizando en Cataluña sucesivos Planes de desarrollo, a la vez que las políticas agrarias liberales proletarizaban grandes masas rurales y las llevaban a emigrar hacia los polos de empleo, los ministros tecnócratas (catalanes muchos de ellos) potenciaron la burguesía nacional catalana a la vez, eso sí, que la “des-independizaban”. ¿Por qué digo esto?:
Porque, de un lado, y debido a la brutal incorporación de Fuerza de Trabajo en las urbes catalanas, e, indisociablemente, a una efervescencia del mercado interno por limitado que fuera su poder adquisitivo, la burguesía pre-existente registra unas posibilidades de producción que son, por lo mismo, novedosas necesidades de capitalización (un ejemplo, el textil). Ella no puede cubrirlas para sí misma, quedando más o menos ligada a la finanza.
Y, de otro lado, los propios Planes, con su apertura de nuevo tejido industrial estatal, dan lugar a la eclosión de sectores que giran entorno al proceso, como por ejemplo la construcción o la industria de abastecimiento a los monopolios (factores productivos, procesos intermedios, piezas, etc.). En ese espectro podrá la burguesía catalana invertir, diversificándose; pero, además, nuevas familias burguesas y sociedades industriales se desarrollarán, a partir de la reconversión de Capital agrario o comercial en el ámbito de provincias (el Bages, el Vallès, Osona, la línea costera desde Tarragona hasta el Maresme, etc.).
O sea que, “paradoja”, la política franquista gesta las bases materiales para el esplendor de la burguesía catalana, pero, por lo mismo, y a través de las dependencias financieras y de actividad atribuidas, imbrica a esta clase en la Lógica de una clase dominante española compuesta principalmente de financieros. Entre los últimos iban, por supuesto, catalanes incluidos y destacados, empezando por quien fuera el banquero de toda esta gigantesca Campaña: Juan March y su BANCA MARCH. Como, en profundidad, todo aquel mundo financiero “patrio” no dejaba de depender de finanzas atlánticas, tenemos a la vista un segundo nivel de integración Lógica, que traza, esta vez, un eje desde Washington-New York a Madrid. Estoy hablando de la integración de la clase dominante española en un campo imperialista y, específicamente, en la órbita del Hegemonismo yankie. Quien escribe, en este punto y pensando en aquellos camisas viejas joseantonianos mencionados al inicio del artículo, no puede menos que recordar a Engels y lo que el alemán gustaba decir sobre la historia: la hacen los seres humanos, pero en condiciones no elegidas por ellos y sin conciencia ni voluntad plenas sobre su actividad ni sobre las consecuencias objetivas de esa actividad.
Aparte del irónico desacoplamiento entre cómo uno se representa su acción histórica y qué historia está objetivamente uno produciendo, hay que mencionar la principal consecuencia sociológica del proceso: con la incorporación activa del “mundo económico” al imperialismo, Franco estaba, dialécticamente, modificando de raíz el ser social del llamado “mundo del trabajo” en España. Se desarrollaba tanto la aristocracia obrera como las profesiones liberales y una “clase” obrera integrada en el corpus de clases sociales intermedias. Ella no debe pensarse de modo reduccionista como “cuellos blancos”, sino apoyándonos en Lenin cuando el líder bolchevique hablaba específicamente de “aristocracia obrera de mono azul”.
Tal es el devenir sustancial del proceso en cadena: el desarrollo de las fuerzas productivas y la integración geo-estratégica acompañante generaron unas clases y unas relaciones inter-clase, cuyo “mundo de la vida” pasó a componerse de unas superestructuras disonantes respecto del mantenimiento de la Dictadura directa. La estructura laboral, más la oferta mercantil en confluencia con las posibilidades de consumo, iban reflejándose como metamorfosis en materia de valores, sexualidad, recreos, inquietudes históricas, referentes “internacionales”, contacto directo con Europa y “el Mundo libre”, expectativas de participación y pautas de reunión, sentido del individuo, hedonismo, etc. Todos esos nuevos reflejos se revelaban antagónicos a la persistencia de cualquier viso de rigorismo y de centralización en la superestructura política.
Esas nuevas clases socio-profesionales urbanas, con su alud metamórfico de idiosincrasia, conformaban la realidad ciudadana central española, pasando a ser el sostén interno (o base social interior) de toda la pirámide de clases en materia de reproducción estructural a través del trabajo (productivo o de gestión), del consumo, de la adhesión o al menos de la conformidad y la paz social, de la sanción colectiva a “legitimidad” de los mecanismos legislativos y decisorios en curso, etc. Inextricablemente a su identidad adquirida y auto-asumida, esa nueva masa ciudadana necesitaba conquistar voz y voto como clase particular, con intereses propios en el sistema. La finanza (“nacional” y estadounidense) hubo de proceder a integrar el motor sociológico de su sistema en la superestructura político-institucional, convirtiendo su dictadura dictatorial en dictadura democrática, también suya (Régimen de 1978). El Capital financiero entregaba así, a la aristocracia obrera, fresquito el espejismo de mesocracia donde ésta última gusta regodearse y cuyos efluvios parlamentarios y corporativo-sindicales saborea en tiempos de normalidad económica.
Lo descrito valida, por enésima vez, aquella otra premisa de Engels: jamás un sistema político ha persistido a la postre, cuando ha pasado a obstaculizar la afirmación de las fuerzas productivas materiales. Complementémoslo citando a Marx: los seres humanos son la fundamental fuerza productiva. Y a Hegel: “sólo lo racional es real”. Los retoños aristobreros producidos por Franco y criados a su vera, que leían a Freud y a Fromm, ansiaban “matar al padre” (dejándole morir en cama).
El autor es vicedirector de Diario Unidad