Las revoluciones tienen un comportamiento modélico, teatral, en el cual, el drama, los personajes y la escenografía son siempre los mismos
Manuel Malaver
El año que comienza, el cautivamente 2016, puede pronosticarse, con optimismo o pesimismo moderados, como de fin de un ciclo, de aquel que se inició en febrero de 1999 con la jarana o charanga revolucionaria y culmina ahora en el hastío, en el duelo o velorio a que conduce todo proceso emocional sin causa, fines, ni fundamento.
No quiere decir que, no vaya a ser de enfrentamientos, forcejeos, barajos, y, de repente, golpes, contragolpes, marchas, contramarchas, pero nunca con el embrujo necesario para negar o callar lo que fue dicho el 6D pasado.
Un año bisagra, en definitiva, de inicio de una transición, de los que Gustave Flaubert describió como de “tiempo en que los viejos dioses no terminan de irse y los nuevos de llegar” y Antonio Gramsci, parafraseándolo, como “en que lo viejo no termina de morir y lo nuevo de nacer”, pero dejando a oscuras un lugar del horizonte e iluminando a otro.
Lo pertinente es preguntarse ¿por qué las cosas sucedieron de una manera y no de otra, por qué, si había razones para que fueran distintas y los factores que concurrieron para que se cumpliera un determinismo que ya Alexis de Tocqueville había observado en la Revolución Francesa y Hayek y Ortega y Gasset en la Rusa, alcanzaron la meta sin ser perturbados?
Lo básico, anotaron unos y otros, es que las revoluciones tienen un comportamiento modélico, teatral, en el cual, el drama, los personajes y la escenografía son siempre los mismos, ocurren solo con las variaciones de tiempo, lugar y de énfasis, y para, al final, recibir los aplausos o los abucheos del público que está impaciente por ver una nueva obra.
Y aquí comienza la tragedia de los revolucionarios, quienes se empeñan que el pueblo vea y oiga de nuevo, una y otra vez, e incansablemente, personajes, parlamentos y escenografías a los que el uso va haciendo viejos, de cartón, de hojalata y utilería.
En otras palabras que, una contravención al mandato esencial de la vida, la naturaleza y la historia que exige cambios, relevos, transformaciones, para que la inevitable sequedad de los hechos y los fenómenos sea sustituida por la frescura de lo que nace, crece y expanden.
De ahí que, llegados a los días del otoño, del hastío, las revoluciones intenten perdurar en mitos, épicas, leyendas, fábulas, pero condenadas al desgaste, al fastidio, al aburrimiento, en un clima de disolución e impotencia que, en muchísimos sentidos, es una muerte histórica.
Digamos que, en la revolución chavista, o castrochavista, se extremaron todos los paradigmas típicos de las revoluciones, porque, en primer lugar, su alumbramiento se debíó a un fracaso y no a un éxito, a una derrota y no a una victoria, y su acceso al poder advino por la muy burguesa y anodina fórmula de unas elecciones presidenciales establecidas en la Constitución vigente desde hacía 40 años.
Una revolución nacida, entonces, no de la guerra sino de la paz, no de las balas sino de los votos, no de una insurrección sino de una constitución, no de unos héroes sino de unos burócratas, por tanto, condenada a estimar y rendirse ante la imparcialidad, honestidad y eficacia de la democracia burguesa.
Y quizá, fue por este pecado original que Chávez, el caudillo fundador, se vio obligado a trazarle “al proceso” un laberinto de electoralidad y juridicidad, por el que, al final, se perdería para regresar a los espacios siempre luminosos de la democracia griega que es parlamentaria, constitucional y representativa.
“Revolución de héroes, de discursos, de arengas, de alharacas, donde lo bueno sucede por suerte, y lo malo es consecuencia del no hacer nada”
Esta fue también la causa de la oralidad de la revolución, que, no teniendo mitos, leyendas, fábulas, ni héroes que contar, se dio a inventarlos, aunque solo existieron y nunca lograron a escapar de la imaginación de Chávez.
“Revolución es verbo” había escrito en una colección de ensayos memorables, “El Pensamiento Cautivo”, Czeslaw Milosz, poeta, ensayista y novelista polaco, que fue de los primeros intelectuales centroeuropeos en denunciar el fiasco de las revoluciones post Segunda Guerra Mundial..
Pero Chávez pudo corregirlo diciendo que era más bien “verbocracia”, “verborragia” o “verborrea” y, para demostrarlo, al otro día de acceder el poder en Venezuela, se incautó los horarios estelares de la radio y la televisión, y vía cadenas radioeléctricas obligatorias, no volvió después abandonar los estudios, los micrófonos y las cámaras.
Golpe de mano al que se prestaron, idealmente, sus innegables facultades histriónicas, pero también, y básicamente, la revolución tecnológica en los medios masivos de comunicación, TIC, que le permitieron, a través de la televisión y la radio, hacer realidad el “Big Brother is Warching you” de Orwell.
Chávez en la mañana, al mediodía, la tarde, la noche, la medianoche, y siempre contando los mismos cuentos, los slogans, adulterando la realidad, la historia, la política, cortándose un traje discursivo ad hoc y casuístico, para darle transcendentalidad a sucesos, que, de otra manera, jamás hubieran dejado de ser anécdotas simples, ripiosas y aburridas.
Nunca estuvo en ninguna batalla, su carrera militar fue significativamente mediocre, se duda, incluso, que sabía disparar rifles, revólveres, y menos ametralladoras, tampoco sabía nada o dirigir un desfile, y sin embargo, durante los 14 años que estuvo al frente de “la revolución de las palabras”, fue elevado al grado de “Comandante en Jefe” en funciones.
Amaba, eso sí, las ceremonias, la parafernalia militar, las paradas, los trajes de gala, lucirse comandando batallones, los saludos y marchas de corte prusiano y ser alabado por hazañas y proezas que jamás habían sucedido, ni podían suceder.
Y mientras tanto, desechaba las funciones reales del gobierno, las del día a día, la rutina, la burocracia, las que ameritaban paciencia, sentarse, oír, corregir, recomenzar.
Revolución de héroes, de discursos, de arengas, de alharacas, donde lo bueno sucede por suerte, y lo malo es consecuencia del no hacer nada y pensar que la cotidianidad es irrelevante, si no está en las tribunas, en las calles, en las casas, en las iglesias y, hasta en las azoteas, escuchando al “Líder”.
Por suerte, subieron los precios del petróleo hasta elevarse a 128 dólares el barril, y por la lógica del no hacer nada, empezaron a bajar y se fueron dilapidando, disolviendo, pulverizando, para encontrarnos un día con los precios de antes de empezar el ciclo (30 dólares el barril) y curtidos de deudas (200.000 millones de dólares) inflación del 500 por ciento anual, el dólar cotizándose a 800 bs por unidad y con la pobreza crítica agobiándonos con un 60 por ciento.
En tres años murió Chávez, se llevó sus palabras, sus micrófonos, sus cámaras, y nos dejó a Maduro que, ha pendulado de error en error, mientras el país se llenaba de hambrientos que no encuentran comida, enfermos sin medicinas y muertos que deben esperar por cupos en las funerarias y los cementerios porque la demanda es muy alta.
Es el epílogo de toda revolución si los pueblos tienen la suerte de salir de ellas, como está sucediendo en Venezuela desde el 6D y continuará en el 2016 en el anhelo de barrer ciudades y pueblos, campos y selvas, mares y llanos del reguero de palabras más inútiles que hemos oído en toda la historia.
Y no es que estemos aspirando al silencio, sino, como quería Confucio, – el filósofo chino fundador junto con Platón y Aristóteles de la filosofía de la política- a un cambio en el significado de las palabras que las depure y las restituya en su brillo original, esencial y real: Venezuela, pueblo, libertad, democracia y constitucionalidad.