Las artes marciales están llevadas a mantener una relación difícil con el aparato jurídico de los Estados y con sus medios productores de opinión
Tamer Sarkis Fernández
No podría ser de otro modo: las sociedades “civilizadas”, cuyas características diferenciales se han ido forjando hasta la fecha sobre el yunque de la separación en clases, pueden perdurar solamente si la parte social dominante legisla, moraliza y sanciona con exhaustividad la cuestión de la violencia.
Unidades sociales siempre en competencia entre sí –latente o manifiesta, desatada o “en espera”-, sus dirigentes y gestores no están dispuestos a consentir pérdidas de energía poblacional propia que puedan poner a la sociedad en posición desaventajada. Al hilo de esta consideración, erigir “la violencia” –pensada en abstracto- como tabú y normativizar –o coaccionar- a la sociedad en su pulcro cumplimiento supone matar tres pájaros de un tiro: 1º. El cuerpo social permanece entero y es impedido el “malgasto” de sus energías en fricciones intestinas, quedando estas fuerzas exentas todo lo posible de desperdicio; 2º. La pacificación es así mismo consentimiento fáctico de la administración de la violencia por sus especialistas estatales, siempre prestos a intervenir contra signos de violencia a los que el contra-fuegos de la moral pacifista aísla ya de entrada. Las energías disconformes quedan así no tan sólo aisladas, sino minoritarias y marginales, “razón de más para no tolerarlas” a ojos de la propia masa marginalizadora (la “marginalidad” es así argumento de fuerza para los mismos aplicados en promoverla); 3º -y quizás aún más importante-, la masa homogeneizada en el tabú de “la violencia” (abstracta) se vuelve por esto mismo brutalmente agresiva en su fuero interno, debido al proceso que Freud llamó “neurotización de las pasiones”. Una de las bases del taoísmo es que el exceso produce siempre su antítesis excesiva, y así no ha sido extraño ver cómo rebaños de “corderitos piadosos del Señor” corrían jubilosos a la quema indiscriminada y ciega de judíos sin que fuera preciso azuzarles demasiado. La propaganda de identificación a ultranza –identificación racial sobre la premisa de un supuesto genoma determinante- entre el judío por un lado y el judaísmo con su vocación de dominación por otro, era una propaganda más bien risible…, pero no hay lógica que pueda contra quien quiere creer. Y pequeñoburgueses y ciudadanía provinciana -aburrida, reprimida y con mala conciencia siquiera por el “incivismo” de alzar la voz o de discutir sin falsa cortesía- tenía la necesidad pulsional de creer. El Estado sabe jugar como nadie para el caso la carta de la ambivalencia: mitificando y demonizando la violencia entre “ciudadanos”, se asegura de poder dirigirlos fieros contra “enemigos interiores” que los medios encuentren oportuno sacar de la chistera de su “archivo de creación”. También puede así proveerse de respaldo público a una iniciativa suya de librar una guerra o de marchar lejos “en operación de paz”. Ello quizás no tanto porque la sociedad civil se haya tragado sinceramente la patraña de demonización ajena preparatoria. Cuanto porque, sobre las energías corruptas por “la cultura de no enfrentarse a nadie” y por el principio de trato “no agresivo” (que en realidad significa: “rehúye enfrentarte”), relativista, indolente, indiferente y “respetuoso” con “la vida” y el pensamiento “ajenos” (se trate de quien se trate y sin importar el valor ético del pensamiento en cuestión)…, anida una frustración masiva del combate y de la honestidad con uno mismo aunque suponga enfrentarse a quien fuera. Y esta frustración puede finalmente sublimarse en la contemplación de la guerra como espectáculo morboso. Así como es una frustración que puede resarcirse en la “participación” detrás de la campaña justiciera o en la participación en un “cruel jugueteo” con seres a quienes haber inferiorizado convierte en fuente de consumo placentero al sabérseles castigados indirectamente por “mano propia”. La sociedad alienada se concilia así -por momentos y de un modo canallesco- con su poder alienado que el propio pacifismo le veda ponerse a conquistar al inhibirla a ella en los pasos necesarios para apropiarse conjunta y soberanamente de su producción, de su actividad, y de sus frutos y riquezas. En esta ambivalencia caprichosa, la violencia-tabú hace criminales horribles mientras la violencia sagrada (inter-societal o contra el “elemento ajeno” o el “enemigo interior”) hace “héroes”. Los últimos no se diferencian de los primeros en los hechos perpetrados; el héroe patriota es la válvula de escape intrínseca a un orden sustentado sobre la imposibilidad -en el concepto que acuña Leopoldo María Panero en su prólogo Sade o la imposibilidad– de ser criminal en cualquiera de “sus” acepciones previamente listadas por la Moral y la Ley. Acepciones que presentan el denominador común de ser amenazantes para la gestión utilitaria de la energía. Pues la energía ha sido sometida a una Reproducción Social que ha devenido idealmente finalidad de toda operación y tendencialmente directora de toda manifestación de la vida (especies de sociedad que Nietzsche llama “rebaños”).
“Amarás a tu pueblo como a ti mismo” (y no, por cierto, “a tu prójimo”, tergiversación cristiana posterior) dice el segundo mandamiento mosaico. Violar el “No matarás” es, así, causa de castigo yahvítico, mientras, a su vez, la secta judaica llamada de los sicarios hacía voto religioso de no morir sin haber matado antes al menos a un gentil o a un judío “pusilánime” (es decir, considerado carente de rectitud a la luz de la “ortodoxia” sicaria). De hecho, una de las grandes fiestas religiosas judaicas conmemora la matanza de miles de gentiles kházaros a manos de su monarca converso al judaísmo, y otra de las más importantes entre estas fiestas, el sacrificio pascual del cordero, “rememora” en realidad el pasaje mítico de la matanza de centenares de niños egipcios a manos de los ángeles vengadores enviados por Yahvé. La prescripción de la paz en el interior es su proscripción con “el exterior”, y hemos visto de qué manera ambos polos se remiten mutuamente: la anti-naturaleza que lo social porta en su seno, como tabú de la sangre en el que la clase sometida es formada, es en esa medida la naturaleza de lo social (es la fuerza del orden, su expansión, sus potencia de agresión a otras sociedades y de dominarlas, su perspectiva de supervivencia en definitiva). Puesto que con el tabú de la sangre la parte dominante de la sociedad produce el propio sobrante energético de esta sociedad; la materia agresiva a la que dar una dirección política, a la que redirigir hacia el incansable rendimiento y servilismo laborales, o a la que re-organizar como energía masoquista que se complace al “recibir” por tener doctrinariamente bloqueada su capacidad de respuesta. El capitalismo, a decir de Marcuse, tradujo esta táctica en un tipo-humano, del que las sociedades capitalistas habrían de estar compuestas: “el hombre unidimensional”. Se caracteriza por estar desposeído de Ello (de mundo pasional y pulsional) fuera de meros impulsos sometidos al Super-Ego (Moral, ideología dominante, control interiorizado, ideales normativos socialmente hegemónicos) y que son nada más que las órdenes emitidas a través de las que el Super-Ego moviliza al Ego a que éste lo traduzca a él en acción, actitud y comportamiento. El Ello habría sido así transformado en el lenguaje corporal a través del que el organismo –y la conciencia que capta la experiencia sensible de éste- siente la necesidad (queda comunicado de ella) relativa a realizar en sociedad ese mismo programa social subjetivado como Super-Ego. El hombre-unidimensional sería, pues, el alternador de un circuito auto-remitente por el que el orden viaja al individuo y se auto-proyecta a través de él.
Por lo mismo, no puede sorprendernos la ambigüedad de comportamiento y de actitud que el hombre-unidimensional manifiesta respecto de la cuestión de la violencia. Aunque protesta y no en pocas ocasiones se reivindica de su desengaño frente al “sistema político”, acata a pesar de todo ser pisado diariamente por los administradores de mantenerlo en su situación miserable, y ello en nombre del respeto a la fuente popular del poder supuestamente elegido. Al depender su supervivencia de que sus propios secuestradores no lo maltraten demasiado y le dejen respirar aunque sea a un centímetro de holgura contra la almohada que le ahoga, el hombre-unidimensional sufre de una especie de síndrome de Estocolmo que le lleva a acurrucarse en una miserable perspectiva de seguridad mínima. El hombre-unidimensional es un niño de mala madre. No le queda alternativa más que la de acurrucarse contra sus senos y amamantarse del único horizonte que la propia interposición espacial del cuerpo del poder le deja distinguir: el horizonte de la adaptación y el servilismo. De este modo, llega a aceptar, por consideración “de solidaridad” y por “el bien social”, sufrir castigo de sus dueños y ver cómo sus condiciones de existencia se deterioran a golpe legislativo o a golpe del arrasamiento ocasionado simplemente por actividad económica. Procura lamerse las heridas sin hacer demasiado ruido. Pero a su vez, la consciencia del auto-engaño, aunque sea una consciencia parcial, siembra en él la ira. El orden encuentra, tanto en la diferencia instalada en el seno de la sociedad como en los sujetos que se comportan no dominados totalmente por la ideología de la violencia-tabú, los dos chivos expiatorios que ofrecer de blanco a la disconformidad auto-reprimida. Esto no significa que deje habitualmente –y salvo en momentos excepcionales de la historia- en manos del hombre-unidimensional la sublimación violenta de tanta tolerancia y relativismo mal-tragados. El Estado sabe mejor que nadie, y por vocación propia, que desatarse en la crueldad provoca que se le tome gusto a ésta. No pueden ser criadas fieras a las que dar oportunidad de desbocarse, porque cuando se sueltan de verdad pasan y pisan por encima de todo. Así que mantiene al “pueblo” detrás de la barrera y a la vez lo especializa en dar apoyo y enidentificarse con los “legítimos ejecutores” para además hacerlo sentir así dueño de justicia y no de venganza. Unos seres asfixiados de deberes, y en primer lugar por el deber material de resignarse a perder gran parte de la vida si se quiere sobrevivir, se resignan a los mismos pensando respectivamente en “los derechos de los demás” (a ver funcionar al partido que ha ganado las elecciones, a recibir el trabajo de uno, a ver revertido en ellos parte del dinero tributado…); en el fondo, el hombre-unidimensional no se siente con esos derechos cumplidos y, es más, siente inconscientemente que no los quiere a ese precio (que es él mismo). Pero el orden ha conseguido aislar a cada hombre-unidimensional y por tanto lo ha llevado a vivir ese pre-sentimiento de malestar ininteligible como si se tratara de un componente de diferencia respecto de la masa. Eso lo asusta, porque prevé las reacciones de los demás, y, a su vez, porque se asusta al verse ser así (remordimiento, auto-intolerancia), así que el hombre-unidimensional vive en un baile de disfraces perjudicial por una percepción errónea de estar desvinculado completamente a los demás. Paralelamente, el diferente o el disidente, que es la negación viva de lo que cobardemente al hombre-unidimensional le conviene creer (que no hay un más allá de sí mismo y que por tanto vive la vida que puede vivir), desencaja a éste de su red de seguridad y de su sentir de servilismo a sus dueños. Por tanto, ni diferentes ni disidentes pueden tener derecho alguno: rompedores del pacto de convivencia, éste recíprocamente se pone en suspenso ante ellos. Todo vale con ellos, desde el chiste al montaje mediático que da alas a la intervención policial y anima la complacencia colectiva en creerse superior o en la “auto-purificación” por el acto de apartar.