Las estancias institucionales del Estado ucraniano venían siendo, desde el pos-sovietismo, material operativo en manos de la hegemonía administrativa ukra
Tamer Sarkis Fernández
La exposición sobre el papel del Tratado de Adhesión a la UE, que fue un documento de liquidación total de las fuerzas productivas ucranianas, por lo mismo colmó de esperanzas a las clases improductivas del país, con preminencia asentadas al Oeste. La pequeña burguesía ukra, la burguesía comercial conectada a los centros distributivos más o menos limítrofes con la eurozona, así como el funcionariado kievita capturador de tributos a patentes y actividades mercantiles, rieron a coro ante su oportunidad histórica. En tanto que clases vehiculares, acumuladoras de Capital a partir del ingreso de beneficio comercial sobre el Valor antes creado, se las iba a necesitar para romper los hielos de un mercado hasta ese momento menos permeable a “occidente”. Victor Yanukovich, quien seguía con fidelidad la estela de elitismo caracterizadora de la burguesía tardo-soviética y pos-soviética, no se molestó en explicar, claro y rotundo y al grueso de la población, las mordazas inherentes al tratado: dependencia energética, dependencia a la decisión exterior sobre iniciativas nacionales de producción y sobre volúmenes de producto, dependencia sobre destinos potenciales de exportación, dependencia por sustitución de capitales físicos y dinerarios, dependencia financiera, imposición de cuotas de mercado… Frente al mutismo oficial, quien hubiera llevado las de ganar de haber sido claro, tomó cada vez más fuelle la pelota amasada por los escarabajos “occidentales”, quienes pudieron hacer brillar en solitario, ante ramas poblacionales impacientes, su neón publicitario de “exportación de democracia”, “regeneración política en trasparencia” y “desrusificación”. Con esa vieja cantinela de luces ultramodernas velaron los ojos de no pocos ucranianos a sus huesudas y largas garras de esqueleto neocolonial.
Por lo demás, las estancias institucionales del Estado ucraniano venían siendo, desde el pos-sovietismo, material operativo en manos de la hegemonía administrativa ukra. Los intentos, sinceramente regenerativos, implementados por el Partido de las Regiones en pro de corregir ese sesgo procediendo a una redistribución territorial extensiva de las cuotas de poder y de las funciones oficiales, quedaron siempre en paréntesis, entre ellos el postrer empeño de Yanukovich. Incluso los elementos y estamentos empoderados, surgidos del ámbito geográfico oriental y rusófono cultural, fueron altamente cooptados por la empresa “occidental” al fragor de sus promesas de integración ucraniana en el campo imperialista, con las consiguientes prebendas. Las sirenas euro-atlánticas susurraron las bondades de la OTAN en la captura de botines mientras los magnates extranjeros judeosionistas, de la finanza, de la extracción y del polígono fabril, pedían cortesmente la mano de sus candidatos ucranianos a partenaires. Y, en el abrazo, era el puñado de inversionistas judeo-ukros constituido en el interior, quien se ponía el babero para dentellear el costillaje permisible de la presa nacional. Sólo considerando el trasfondo tanto identitario como material-dinerario de las dinámicas de amplia deslealtad estatal, y también entre los llamados “poderes fácticos”, al Ejecutivo democráticamente elegido en Ucrania, comprenderemos la deserción militar ante el imperativo de defensa ejecutiva, los cambios de bando en el mando policial y el sabotaje organizativo entre los destacamentos de la burocracia capitalina.
La puesta “occidental” de encaje funcional ucraniano al dividendo y a los insumos agro-industriales era, inextricablemente, operación de arrinconamiento ruso en Asia y privación del tránsito de hidrocarburos como factor primordial de acumulación capitalista para Rusia. Tal proyecto chocó de lleno con la estructura de clases instalada en el levante ucraniano, donde un grueso poblacional empeñado en sectores productivos o bien laboralmente rotativo entorno a estos, se resistió -y resiste- a la fagocitación. Hablamos de un hemisferio oriental dotado de minería y procesado carbonero, de policultivo, de grano, de industria de equipo, de siderurgia, de generación eléctrica y de producción de vehículo pesado, entre otros campos. El finiquito a la relativa independencia industrial que el territorio -hoy Novorrusia- había disfrutado, se presentaba como un potencial desastre obrero en contraste con las ventajas comparativas que el Este hallaba en unas relaciones comerciales con Rusia articuladas hasta hacía poco por Kiev, pero cortadas en seco por el Gobierno golpista “avalado” por la esceneografía de la plaza Maidan. En previsión de estas contradicciones, “occidente” ya había ido cimentando, a base de instrucción y pagaré, una fuerza de choque identitatia de gran violencia exclusionista y a la que fue sumando contingentes mercenarios de chechenos, kosovares y tártaros. Aprovechó para tales fines un poso hondo de aversión instalado en la memoria del Oeste ucraniano, y que no respiraba a gusto bajo el recuerdo de la hambruna de 1923 ni bajo cierta corrupción gubernativa premiada por más de una contrata moscovita. “Occidente” aprovechó también el irracionalismo etnicista transmitido entre generaciones y bebedor de una añeja nazi-filia reactiva a los excesos disciplinarios de Stalin contra el viejo régimen de propiedad rural. Las complicidades entabladas con la Wehrmacht en su Operación Barbarrossa, dan buena muestra.
Catalizando esa identidad -etnicista y etnicida- contra el pueblo ucraniano del Este, “occidente” sabe bien lo que hace: generar la lógica respuesta identitaria defensiva, como situando a las gentes ucranianas frente a frente y subsumiéndolas en su juego perverso de espejos contrapuestos. La respuesta mecánica culturalista dada por quienes a lo ancho de Novorrussia se defienden de los genocidas ukros, es una respuesta justa. Y es una respuesta obvia, al venir determinada por los vientos asesinos que soplan desde el Kiev y, más, allá, desde Berlín, Tel-Aviv, Londres, Washington y NY. Sin embargo, la obviedad “servida en mesa” es siempre reacción-reflejo pautada por un Imperio que deduce su unidad a partir de organizar, en la fragmentación y el enfrentamiento, a sus potenciales antagonistas. Porque, ¿acaso no fue Ucrania, tiempo ha, plenamente europea y plenamente rusa en una auto-concepción que, lejos de ser dualismo excluyente, conformaba dualidad complementaria?. ¿Acaso son la pequeña burguesía y burguesía comercial parasitarias, instaladas en Kiev y en la vertiente occiental ucraniana, representativas del grueso sociológico y demográfico “ukro”?. ¿Acaso arrastran, con su beneficio particular, algún beneficio y bonanza generales a la ciudadanía hegemonizada hoy por las señas identitarias anti-rusas?.
Mientras “occidente” pone a rodar identidades cosificadas en una reciprocidad de desgastes, optimizando así las dependencias gentilicias a quienes extenderá luego su carta profesional de Jefe-reconstructor, desde las Repúblicas Populares declaradas en Novorrussia resuenan las llamadas a la unidad popular. Resuenan las llamadas a la unidad trans-territorial por la soberanía política e independencia material de un país al que ni oligarcas ni clases intermediarias ni paniaguados corruptos puedan seguir usando como moneda de cambio; no importa si escribiendo su transacción en cirílico o en grafía latina, si genuflexos ante la Bolsa de Moscú -por cierto, bajo hegemonía administrativa e inversiva de “occidentalistas”- o ante Wall Street. Esos fariseos deshonran, a la par, las nobles filias del pueblo hacia la cruz latina tanto como hacia la ortodoxa. Deshonran la veneración por el calor del carbón contra el crudo invierno, tiñendo la franja negra de la bandera del Donbass, tanto como deshonran el derecho del pueblo a alumbrar un futuro en paz, unidad y prosperidad con las refulgentes dinamos de las centrales kievitas.
El autor es vicedirector de DIARIO UNIDAD