La revolución no pretende, ni puede, ser democrática. Su esencia es impositiva; no consultiva
Gustavo Luis Carrera
Hay posiciones antitéticas en la historia política y social: monarquía-república, fascismo-liberalismo, personalismo-colectivismo, despotismo-libertad. La lista es larga. Y en este orden de ideas resalta la contraposición revolución-democracia.
REVOLUCIÓN. Una revolución es una ruptura, una alteración de una continuidad, una interrupción de un sistema político, y por ende económico y administrativo; es decir: un cambio brusco y violento.
Es más, la capacidad destructiva, demoledora, de una revolución no es, en modo alguno, garantía de construcción de un nuevo orden duradero y progresista.
Con frecuencia la explosión revolucionaria es el respiradero de una olla de presión: una vez expulsado el exceso de la tensión insoportable, el proceso de cocimiento sigue su curso acostumbrado.
No otra cosa ha sucedido con las revoluciones más emblemáticas a través de la historia. Es la lección que ofrecen las grandes revoluciones innovadoras, realmente transmutantes: la Revolución Francesa y la Revolución Rusa.
La una propuso el establecimiento de la República, y dio paso al retorno de la monarquía; y será mucho después que la siembra democrática del modelo republicano adquiera su extraordinaria trascendencia.
La otra propuso la eliminación de la autocracia zarista, y estableció la dictadura bolchevique; y sólo quedarán una vaga nebulosa del socialismo, desacreditado por el despotismo, y una advertencia desalentadora para fallidos revolucionarios socializantes hasta nuestra actualidad.
DEMOCRACIA. Las constituciones democráticas se escalonaron a fines del siglo XVIII y a lo largo del siglo XIX: Estados Unidos (1787), Venezuela (1811), España (1812), Francia (1848), Argentina (1853).
Pero, el advenimiento de la democracia, propiamente dicha, resulta de un lento y esforzado proceso histórico y social, que llega hasta nuestros días.
El sistema democrático se fundamenta en principios opuestos a los propios de la revolución: la democracia es consultiva, es constitucional, es representativa, es participativa.
En fin, persigue el respeto fiel de su esencia libertaria; mientras rechaza la dictadura, el despotismo, la autocracia. No es tan difícil identificar los rasgos de una auténtica democracia: reivindica el sufragio, el mecanismo parlamentario, la autonomía de los poderes públicos, los derechos humanos, la libertad en todos los niveles sociales.
ANTAGONISMO ESENCIAL. La revolución es antitética con la democracia. Y no cabe otra posibilidad. La revolución no pretende, ni puede, ser democrática. Su esencia es impositiva; no consultiva.
El proceso revolucionario no nace de una elección, no es un desiderátum sufragante. Adviene como una tormenta demoledora, irrespetuosa, iconoclasta.
Pero, luego se hace institucional, desarrollando su propia doctrina de gobierno y sujeción. Y al final, la revolución, en su dogmatismo, muere, para dejar, a lo sumo, una semilla renovadora del pensamiento político y de la acción social.
Por eso, las revoluciones no son realizaciones en sí mismas, sino proyectos que pueden ser o no de verdadera trascendencia.
VÁLVULA: “La revolución política destruye y cambia lo existente en cuestión de días o de breve tiempo, sin consulta ni debate, de modo absolutista.
La instauración del sistema democrático es un lento proceso constructivo y de siembra de nuevas ideas y conductas por la vía del convencimiento y no de la imposición totalitaria”.