La casta dictatorial tiene, por supuesto, elementos que son comunes a todos: odian la crítica, desprecian a la disidencia y adoran el poder absoluto
EDE
A lo largo de la historia han existido dictadores con todas las características imaginables. Algunos son pretensiosos y otros sanguinarios, unos ignorantes y otros lo son tanto que han hecho alarde de sus carencias, siempre sin enterarse. Pobres. Los dictadores son una especie que se sabe adaptar a sus tiempos.
No es lo mismo Nerón, en su contexto histórico, asesinando a su propia madre, que Juan Vicente Gómez en la Venezuela rural de principios del siglo pasado.
Kilo a kilo puede costar comparar a Fujimori con Pinochet, pero ambos fueron tiranos, cada uno a su modo, con su estilo particular. Hay dictadores caribeños, asiáticos, africanos, europeos, colombianos.
También los libros nos muestran dictadores cobardes y otros que han sido olvidados tras dimitir, como Suharto en Indonesia. La casta dictatorial tiene, por supuesto, elementos que son comunes a todos: son corruptos, odian la crítica, desprecian a la disidencia, adoran el control absoluto y, cómo no, temen a la justicia.
Le tienen pavor, pero paradójicamente creen que pueden sortear los obstáculos para siempre. Esa sensación de impunidad es lo que los hace dar el salto.
Siempre yerran. Algunos se terminan suicidando en un búnker ante el inminente fin de sus imperios y otros envejecen tras las rejas en días que parecen siglos.
Los dictadores no duermen tranquilos, no por culpa de la conciencia, sino porque siempre temen que una conspiración ponga fin a su tiranía.
Otra característica que comparte esta gente es que son aborrecidos, a pesar de forzar al pueblo a que sonría para la foto.
En sus palacios son despreciados, en las calles también. Sus aduladores montan la ola y gozan de las prebendas. Buen provecho. Pero los dictadores siempre son derrotados, inexorablemente. Todos caen. Todos.