El premio Nobel padece la misma enfermedad de nuestro tiempo: la mediocridad descendente
Gustavo Luis Carrera
Los premios internacionales en principio representan un reconocimiento de real importancia. Pero, los premios no valen en sí mismos, sino en función de la valía de quienes lo reciben. Es como puntualizar: dime a quien premias, y te diré quién eres.
EL PREMIO NOBEL. El Premio Nobel (que, por cierto, de acuerdo a la pronunciación sueca, debe decirse “nobél” y no “nóbel”), fue establecido por el acaudalado químico y empresario sueco Alfred Nobel, inventor de la dinamita; y se ha concedido desde 1901.
El prestigio y la buena bolsa de este premio son evidentes. Pero, con el tiempo la autoridad ética del galardón se ha venido a menos. De la politización que lo caracterizó por mucho tiempo, ha pasado a la minusvalía de los ganadores seleccionados.
EL RECIENTE FRAUDE DOBLE. En lo referente a la distinción por el tema de la paz, es evidente que cuando se le otorgó a Obama, recién llegado a la presidencia de los Estados Unidos, fue un premio político, de decisión tras bastidores. Aunque ya antes se le había concedido a Kissinger.
Pero, este 2016 quedará inscrito en los anales del Premio como el de una vulgar estafa: se le concede al presidente de Colombia Juan Manuel Santos, por una paz fallida, que sólo existió en su habilidad para hacer que gobernantes de buena parte del mundo fueran increíbles comparsas en la firma de una falsa paz, que ha debido ser sometida antes a plebiscito; antelación que es inexplicable que tantos invitados internacionales no advirtieran.
En literatura el proceso decadente fue lento pero seguro: se le confirió a Echegaray, a Churchill, a Sartre; y a una lista de ilustres desconocidos. Resulta que el Secretariado de la Academia Sueca adoleció de una debilidad extremista: a todo autor propuesto se le revisaba su filiación política: si no era de «izquierda», no se le concedía.
Así, se le otorgó a escritores intrascendentes, pero «revolucionarios»; y se le negó a otros, tenidos por «derechistas», a pesar de sus méritos indiscutibles, como Rómulo Gallegos, Jorge Luis Borges, Arturo Uslar Pietri.
El sectarismo y el error han sido los corolarios en la concesión de este famoso premio. Aunque, lo ocurrido en este sígnico año de 2016, como se dice comúnmente: no tiene nombre.
Se le concedió al músico y cantante norteamericano Bob Dylan, No es un escritor; no es un poeta, como se le quiere hacer ver. Es un exitoso cantor y autor de letras de canciones, cuya fama en la farándula deriva de su fusión de la llamada música «folk» con la llamada música «rock», complementando todo con la música y la temática religiosa, a lo cual es particularmente sensible el público norteamericano.
DESPRESTIGIO TOTAL. Así las cosas, resulta que el premio Nobel padece la misma enfermedad de nuestro tiempo: la mediocridad descendente. En el subsuelo a que ha llegado lo acompaña el total desprestigio que resulta del desacierto y de los intereses ocultos; o simplemente de la decadencia valorativa y del fraude manifiesto.
VÁLVULA: “Los desaciertos anteriores en el conferimiento del Premio Nobel quizás abrieron el camino hacia su descrédito actual. Pero, 2016 marca su entierro bochornoso, al concedérsele a un fallido pacifista, como el presidente Santos, y a un cantautor y promotor musical, como Dylan. Es decir, se premian estafas de supuesta paz y de seudo literatura. ¡Vergonzante!”.