Sin garantías, los venezolanos deben afrontar el día a día, luchando contra un sistema adverso por todos los costados
EDE
La sensación de asfixia es compartida por buena parte de la población. Mientras más decente y trabajador sea alguien, más atentados recibe por parte de un sistema podrido, cuyas instituciones se han transformado en un látigo que no cesa de golpear la humanidad de los ciudadanos.
El estado de indefensión es total y no hay autoridad que proteja a la gente. Desamparados, los venezolanos tienen que afrontar una crisis que abarca cada aspecto de la Venezuela de estos tiempos.
Los niños del JM de los Ríos son abandonados a su suerte, porque no hay Estado que les garantice la atención que merecen, las medicinas que requieren, el apoyo que cualquier ser humano enfermo necesita.
La forma en como son tratados los más vulnerables refleja el espíritu de un gobierno, también de una sociedad. Mientras más indefenso se es, más abandono se siente.
Por eso las escenas de los viejitos hurgando en la basura, enfermos por apenas comer algo, son el reflejo de un proyecto de país fallido, que no ha sabido arropar a los más débiles.
Los trabajadores son víctimas de la errática política que ha golpeado el valor adquisitivo de los salarios; ellos son otro ejemplo de orfandad.
El pueblo sufre mientras los poderosos bailan. Es la historia que se repite lacerante. La burocracia se impone sobre el pueblo, lo aplasta sin remordimiento, sin temor a la furia que nade del hastío.
El dólar, la comida, los malandros, la vieja/nueva política, los discursos vacíos, las colas y las burlas tienen a la gente a punto de ebullición.
El malestar es irreversible, como irreversible es que la decisión del cogollo de aferrarse al poder sin importar las consecuencias, vistiendo el vetusto traje de la dictadura. No hay pacto posible entre el hambre y el poder.