La revolución de los burócratas en nada se parece a la que trae consigo justicia Cuando se habla de revolución uno sueña con un cambio que derrumbe viejos esquemas para siempre, desde la raíz, no que los potencie tras bastidores o que los maquille para ser digeridos por la ilusión.
Esa palabra, revolución, uno no imagina que sirva para tapar la corrupción, para que bajo su manto se realicen atropellos, se haga silencio frente a las injusticias, se utilice para captar complicidades. Así como la presentan, parece desgastada, roída, de mentira. Usada así se parece más a la continuidad, a un espantoso déjà vu.
La revolución por mal uso es entonces una pantomima, nunca más un sueño de justicia. Es un intento fallido, una esperanza que no cuajó, el disfraz predilecto para que unos se enriquezcan mientras la mayoría padece. Una revolución, como las que uno imagina, no enriquece a los banqueros y golpea a los trabajadores.
En una revolución, de las de verdad, el manejo del dinero del Estado es transparente, las minorías tienen cabida, los movimientos sociales son escuchados y el país se puede enrumbar hacia ideales sublimes.
En una real revolución muchos de los altos funcionarios de ayer y hoy estarían tras las rejas, condenados ejemplarmente, con sus derechos garantizados. Sí sería revolucionario escuchar al que se opone, agotar hasta el último aliento todas las posibilidades que escapen a la violencia, acabar con el sectarismo. Sino, la revolución se convierte en una palabra sinsentido, como ya le pasó a la democracia. Se vacía y se vuelve nociva. Es contraria a su esencia, se envilece e inevitablemente tendrá sabor a derrota, irá a parar al cajón de las penurias, escondida donde están esas cosas que no se quieren ver nunca más.