Esa descomposición es la encargada de premiar a delincuentes con altos cargos
Editorial
La sociedad venezolana debe comprender la magnitud de un delito como la corrupción, que tiene implicaciones gravísimas en la vida de los ciudadanos. Pensar que la corrupción es un delito menor, que es parte de nuestra idiosincrasia y como tal debe ser tolerada, es partir de una premisa que no permite entender la dimensión de los daños que este flagelo produce y que, a su vez, imposibilita que los corruptos sean perseguidos y castigados como merecen. Cuando los recursos destinados para hospitales y ambulatorios no llegan a su destino, sino que son desviados o los costes inflados artificialmente, se atenta directamente en contra de la vida de los venezolanos. Esos malversadores se llenan las manos de sangre con cada niño muerto a manos del hampa, porque a consecuencia de sus actos no hay recursos para proteger la vida de los más desvalidos. Los empresarios que se enriquecen ilícitamente, por ejemplo en el sector de alimentos, tienen responsabilidad sobre el hambre que pasa el pueblo y sobre ellos recae parte de la culpa de que las actuales generaciones pierdan oportunidades de desarrollarse a plenitud, que sean más vulnerables a enfermedades que en otras circunstancias serían pasajeras y no pondrían en riesgo la supervivencia de miles. Pero la corrupción también mata proyectos que un buen día entusiasmaron a millones y que con el paso del tiempo se han convertido en la peor de las caricaturas; en pesadillas a todo color. Esa corrupción es la encargada de premiar a delincuentes con altos cargos y es gracias a ella que la foto oficial que se tome de los burócratas de estos días se convierta en un fiel reflejo del momento histórico, de la podredumbre reinante. La corrupción mata y no perdona: se lleva por delante a personas, a partidos y a países enteros.