En el caso de un gobierno, la decadencia es un mal irreversible, que progresivamente va contagiando todos los aspectos económicos, sociales y políticos en general
Gustavo Luis Carrera
LETRAS AL MARGEN. El período decadente es un proceso de total deterioro de las condiciones propias de un régimen político, de donde se proyecta hacia el conjunto de un país. Decadencia es sinónimo de derrumbe de valores y de propósitos. Se decae el ánimo y con él la voluntad y el espíritu. En el caso de un gobierno, la decadencia es un mal irreversible, que progresivamente va contagiando todos los aspectos económicos, sociales y políticos en general
EL ANTECEDENTE. Con propiedad, puede decirse que el antecedente de la decadencia es la alteración del estatus de la lógica y de la justicia. Lo lógico es lo justo. Y lo justo es lo lógico. Esta dupla conceptual es la que se olvida cuando se propicia el disparate irracional y arbitrario que carcome los fundamentos de un Estado, hasta hacerlo consumirse en su declinación. El Estado se hace caduco, ostensiblemente deprimido en su capacidad de acción, al perder toda orientación: la falta de una guía constructiva es el camino, fatal y destructivo, hacia el desastre total. Así, a partir del antecedente representado por la pérdida de una orientación precisa, el Estado deviene en simple ejemplo de la corrosión decadente.
LOS SIGNOS EVIDENTES. La decadencia se hace evidente en: la regresión a los peores tiempos vividos e inclusive inéditos; la desorientación, manifiesta en la falta de proyectos y de planes; el despropósito, que se hace patente en la forma arbitraria de gobernar y de pretender imponer a la fuerza un sistema caduco, inservible; la ausencia de objetivos alcanzables, sustituyendo la realidad por mentiras obvias y paternalismos demagógicos. Los signos están a la vista, no necesitan demostración. De hecho, la decadencia es como la maldad: es inocultable y culposa. Así, el Estado decadente se consume en su propia incapacidad y su orgiástica detentación de un poder declinante.
LA PERSPECTIVA. La decadencia se iguala con una crisis (una prolongada y asfixiante crisis), y como tal ha de ser prólogo de un nuevo estado de cosas, racionalmente estatuido y proyectado hacia un futuro superior. Esta convicción es el fundamento de una visión positiva, optimista a fin de cuentas, que proviene de la experiencia histórica. En todos los casos, la decadencia ha sido el fin de un vasto período, sumido en la negatividad, para dar paso a un tiempo distinto, antagónico con respecto a los perfiles decadentes. De hecho, vista así, la decadencia es un estatus patológico que el régimen de turno padece sin remedio, sumido en una problemática insoluble y, sobre todo, aherrojado por un lamentable proceso de ceguera y de inacción. No se advierte la presencia del mal que carcome los cimientos del aparato administrativo, y se termina por ser prisionero de un paroxismo que ata de pies y manos a cualquier sistema político. Pero, insistimos, la decadencia es una crisis, una ruptura del equilibrio, y en consecuencia abre las puertas hacia una nueva opción orgánica, que justamente combate el estado de cosas decadente. Así, mientras el régimen decae, la sociedad aprende a curarse, precisamente, del mal originario: el despropósito político.
VÁLVULA: «La decadencia corroe los basamentos del Estado desorientado e ineficaz, arrastrando en su derrumbe un sistema político; y abriendo, de otra parte, la perspectiva de un tiempo distinto, justamente de rechazo y de total eliminación de los signos decadentes».
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