En Rusia se hace perpetuo el gobierno unipersonal total de Vladimir Putin.
Gustavo Luis Carrera
El surgimiento de la república y del ideal democrático señala como uno de sus soportes fundamentales el principio de la alternabilidad en el poder político. El propósito evidente era el de acabar para siempre con el mandato eterno, vitalicio, de reyes y emperadores. Se pensó, entonces, que los presidentes -figuras republicanas- cumplirían su período constitucional, cediendo el lugar al nuevo mandatario electo para el lapso siguiente.
Pero, en la realidad, este principio ha sido traicionado, groseramente violado, por jefes de estado que buscan recursos leguleyos o el uso de la fuerza para continuar ad aeternum en el mando del pobre país donde, por desgracia, ejercen su dominio.
EL TIEMPO LEGAL Y LÓGICO. La constitución de cada país establece la duración del lapso presidencial. El criterio básico es el de fijar un mecanismo que asegure la alternabilidad; principio fundamental en una verdadera democracia. Desde sus inicios, el sistema republicano levantó como emblema de salud política su concepción de una efectiva y rigurosa sucesión de oportunidades en el ejercicio del poder público. Ha sido un primordial símbolo de la democracia. Y es que, aparte de la reglamentación constitucional, más allá de la legalidad, la duración limitada de un gobierno es un asunto que se rige por la lógica: si el propósito originario fue el de eliminar el poder absoluto que ejercían de por vida los soberanos monárquicos, resultaba necesario poner un límite a quienes fueran electos. Es lo natural, además de ser lo legal. (Recuerdo que en mis años en la UCV el orden era el siguiente: el Presidente de la República duraba cinco años en su ejercicio del cargo; el Rector de la Universidad, cuatro; el Decanos de cada Facultad, tres; y los Directores de Escuelas o de Institutos, dos. Y a todos nos parecían razonables estos períodos; y los acatábamos, en función de la Ley de Universidades y de la lógica racional). Es evidente que en este caso lo legal y lo lógico van de la mano.
LA TENTACIÓN PERVERSA. Ocurre con pasmosa frecuencia que los mandatarios (mandones) caen en la tentación de seguir por el mayor tiempo posible, o toda la vida, en el ejercicio absoluto del poder. Algunos logran modificar la Constitución, estableciendo la posibilidad de una reelección (como en los Estados Unidos); lo que ya es la alteración del sano principio de la estricta alternabilidad. (Al respecto, no deben olvidarse las ventajas económicas, estratégicas y funcionales que tiene un mandatario en unas elecciones). Pero, la mayoría (como sucede en esta agredida y humillada Latinoamérica) se inspira en la ignominiosa figura de reyes y emperadores, y deciden imponer, por cualquier medio, su permanencia ad infinitum en el poder. Se declaran «salvadores de la patria», o «propulsores de un gran país», o «enemigos del imperialismo», y hasta «defensores de la democracia», y con los aliados necesarios (militares, políticos, empresarios), se arrogan la condición de dueños de un país, que sienten como su hacienda particular. Hasta ese extremo llega la obsesión de mando y de beneficios económicos del déspota de turno y de sus cómplices. No les importa encarnar la negación de los principios democráticos que dicen respetar, confiando en el poder real de la demagogia y de lo fácil que es manipular a una colectividad acosada por el hambre y por la necesidad de concentrarse en buscar los medios para subsistir y no perecer de inanición. Se trata, en suma, como decimos, de convertirse en monarcas vitalicios.
DESASTROSO RESULTADO DE LA PERPETUACIÓN. El panorama que muestran ante la opinión mundial los mandones que se eternizan en el poder, es por demás lamentable y sobre todo repudiable. Veamos un poco: en Corea del Norte hay un soberano vitalicio, que además representa una monarquía hereditaria: el actual dictador ya es de la tercera generación de una familia absolutista; en Irán se eterniza el mando teocrático del ayatola; en Rusia se hace perpetuo el gobierno unipersonal total de Putin; en países como China, Cuba, Vietnam, por mucho más de medio siglo el Partido Comunista ha sido el dueño pleno y despótico del poder. Y la lista podría continuar. Pero, vayamos a nuestro panorama latinoamericano. Aquí el cuadro nos duele en carne propia. No es el caso de dictadores, a fines del siglo XIX y comienzos del XX, que se hicieron del poder y lo ejercieron despóticamente, como Porfirio Díaz, en México, por veinte años; o Juan Vicente Gómez, en Venezuela, por veinte y siete años. Es el panorama contemporáneo de presidentes electos que deciden no abandonar el poder, haciéndose reelegir tramposamente, con sueños de eternidad monárquica: los Castro en Cuba, Morales en Bolivia, Chávez en Venezuela, Correa en Ecuador, Fujimori en Perú, Lula en Brasil, Ortega en Nicaragua. Algunos se eternizan en el mando; otros se van y vuelven, con una clara intención continuista. Y el resultado no puede ser más lamentable: países detenidos en el tiempo, sociedades enmudecidas por la miseria o por el miedo, bancarrotas económicas, la pobreza como el signo de identificación de pueblos enteros. Y lo más evidente: absoluta ausencia de los valores democráticos. En suma, la perpetuación en el poder no es solamente una puñalada en el corazón de la democracia, sino además el continuismo del mando despótico y de la corrupción que saquea los dineros públicos. Mientras, hay el riesgo de la sumisión colectiva. Y si nos hiciera falta la advertencia de una figura particularmente ilustre, vayamos a la sentencia de Simón Bolívar: «Nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo a un mismo ciudadano en el poder. El pueblo se acostumbra a obedecerlo, y él a mandarlo; y es ahí donde se originan la usurpación y la tiranía».
VÁLVULA: «El tiempo legal y lógico de un mandato presidencial, que establece una normal alternabilidad, es fundamento de la democracia. De manera perversa, numerosos gobernantes ceden a la tentación de querer eternizarse en el mando, cambiando el período constitucional para imponer su presencia de por vida. En el fondo es una aspiración monárquica, como la de los reyes, que la República se propuso erradicar. Estos nuevos «soberanos», además de hacer retroceder a sus países a un pasado que parecía clausurado, basan su dominio en el uso del arma de poderosos aliados, así como en una vil demagogia. No sólo retrotraen a la colectividad a un tiempo que parecía superado, sino que la hunden, por el personalismo y la corrupción, en el más repudiable atraso». glcarrerad@gmail.com