El manejo de los bienes públicos en beneficio propio -de una persona y sus allegados- es una defraudación (infracción) que afecta los intereses de todo un pueblo.
Gustavo Luis Carrera I LETRAS AL MARGEN
Cuando la deshonestidad se entroniza, desaparecen la honradez, la verdad y la justicia. Es un axioma que funciona en el ámbito individual y en la dimensión colectiva. La deshonestidad privada -menuda o de ciertas proporciones- se expresa a nivel personal, familiar o en el ámbito de las amistades: la mentira, el ocultamiento. Y es un problema ético. Pero, cuando desborda hacia el manejo de los bienes nacionales, del erario, se proyecta escandalosamente en el panorama social de los intereses de un país. Hagamos algunas consideraciones al respecto.
DESHONESTIDAD PÚBLICA. De manera elemental, la deshonestidad es la falta de honradez; y lo que es público es lo referido a un conjunto colectivo o a una administración ejercida por un gobierno. Así, la sustracción (robo fraudulento) de dineros del Estado es un acto de vil deshonestidad. Es un principio axiomático: el manejo de los bienes públicos en beneficio propio -de una persona y sus allegados- es una defraudación (infracción) que afecta los intereses de todo un pueblo. Por ello, se trata de una agresión directa a una colectividad, ante la cual, en los sistemas democráticos, deben rendir cuentas los funcionarios públicos. De donde resulta que el reclamo de responsabilidades no sólo es obligación del sistema de gobierno, sino también de toda la sociedad.
VARIABLES. Las formas que adopta la deshonestidad para cumplir sus lucrativos propósitos son tan diversas como interminables. El fenómeno tiene un mecanismo habitual: es tanto el dinero que pasa por las manos de los administradores públicos, que es grande la tentación de reservar para sí una buena parte. Es el afán de enriquecerse, de lucrarse y de tener poder. Es la ausencia total de una conciencia social y del respeto a valores éticos fundamentales. (El pueblo lo recoge en un viejo dicho: «Quien tiene dos, y gasta tres, ladrón es»). Las formas, las variables que adopta la deshonestidad pública son múltiples: defraudación (robo), tráfico de influencias, comisiones, sobornos, extorsiones, nepotismo, narcotráfico, lavado de dinero; y la lista puede continuar. Se forman grupos de poder y organizaciones de corruptos individuales. Todo un entramado con asombrosas ramificaciones. Se habla de una gran corrupción: desvío de recursos y manejo de influencias; y de una pequeña corrupción: sobornos, testaferros. Pero, el conjunto es una perversa totalidad estructurada con sus distintos niveles de mando, y organizada a la sombra protectora de altos jerarcas. Es tan antigua la deshonestidad pública, que ya Platón ironizaba: «La honestidad es para la mayoría menos rentable que la falta de honestidad». En tanto el refrán popular sentencia: «Negocio de millones, negocio de ladrones». Y el pueblo tiene razón: nadie se hace millonario de pronto honestamente. Es lo que la práctica demuestra. Y lo que todos sabemos.
CONSECUENCIAS. La deshonestidad pública, no sólo afecta, como hemos señalado, el erario, los bienes nacionales, sino que, por igual, se proyecta sobre la imagen de un gobierno y siembra la desconfianza en las instituciones públicas, en los partidos políticos, en los sindicatos, en la política en general. Esta contaminación, a su vez, opera sobre la imagen internacional del país y aleja las inversiones. De hecho, las consecuencias son de gigantescas proporciones. Al haber mayor deshonestidad, se debilitan los derechos civiles; mientras crece el riesgo de la impunidad, por la complicidad y los compromisos ocultos. Este conjunto de engaños y de astutos disfraces (supuestas asesorías, compras fraudulentas) son el habitual ropaje que la deshonestidad emplea para esconder su rapacidad. Al quedar al descubierto, la deshonestidad en la administración pública, el daño inferido, como indicamos, es tan grave en el plano económico (el monto de lo sustraído, que siempre es exorbitante) como en lo ético, poniendo en entredicho la conducta de gobernantes y políticos en general. Po ello, es más que evidente el aserto: deshonestidad pública: crimen social. Con una advertencia necesaria: no basta con combatir la deshonestidad, hay que prevenirla.
VÁLVULA: «La deshonestidad, dice el diccionario, es la ausencia de honestidad; y la honestidad es la honradez. Así de sencillo. Pero, el hecho adquiere proporciones devastadoras cuando se trata de deshonestidad pública, con sus redes de corrupción y de saqueo del erario. Es un crimen social del cual hay que responder ante las autoridades, pero sobre todo ante el pueblo que ha sido saqueado. Y la deshonestidad pública es una infección erosionante del tesoro nacional que no sólo hay que eliminar persiguiéndola, sino por igual preverla, con la vacuna representada por administradores honestos».
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