El más bien escaso ejercicio de proselitismo a pie de calle se entenderá bien si pensamos que la burguesía burocrática catalana en ningún momento ha legado a los movilizados un argumentario
Tamer Sarkis Fernández (Barcelona, España)
La Cataluña oficial -ésa que monopoliza la apariencia espectacular de prensa, rito, estadio, circo y estampa, y que a través de demiurgos habla de su esencia y de su Voluntad- ha sido capaz de zamparse a Cataluña y de incorporarla a su propia lógica de la imagen tal y como los agujeros negros velan cualquier muestra de luz al encerrarla toda dentro de sí. La imagen ha conseguido en Cataluña acaparar y ejercer tantísima fuerza de presión, seducción y coacción tácita, que hoy es la imagen aquello que produce la realidad a su imagen. La imagen deja de ser reflejo para ocupar el lugar de la base material generatriz, rebasando de largo la mera crítica marxista vulgar, que siempre reservó a la realidad -o a una fracción dominante al seno de la realidad- la categoría de ser la productora determinante de imágenes y distorsiones (“ideología”).
Al fin y al cabo, es poco menos que una Ley natural el ceder a mimetismo ante un medioambiente social minoritario pero que hace tiempo ganó para sí las armas del ruido y la presión (o que se fabricó esas armas a través de la estructura gubernamental de subvenciones, tan selectiva como centralizada). Por tendencia, la simbiosis entre lo social y lo performativo (escenificado) llega a protagonizar un acoplamiento tan preciso, que el ir a remolque huyendo de la supuesta anomia por desentonamiento (horror vacui), muta a lo minoritario y a lo mayoritario en una síntesis social obscena abrumadoramente encarnada por el ciudadano promedio, quien pace coexistente con la reverberación proyectada por el “derecho a decidir”.
Desde este punto de vista, lo impresionante no es que el “espíritu de Cataluña” consiguiera movilizar en su pasada Consulta (9-N de 2014) apenas al 30% del electorado catalán. Lo impresionante reside en un 70% censal de des-identificados inexistente como realidad colectiva reconocible y que asiste pasmado, átomo con átomo, a un fenómeno particularista tomado a pesar de todo por expresivo y directriz de la sociología y política catalanas, y que en consecuencia lo es. Al trazar una línea radical de exclusión entre lo que aparece y la sensibilidad social central, el espectáculo ha conseguido en Cataluña generar una conciencia (real) de exclusión y de marginalidad masivas respecto del interés minoritario políticamente centralizado. Siendo, el espectáculo, el vínculo social ilusorio a través de cuya contemplación el sujeto accede (distorsionadamente) al acontecer colectivo, a sus dilemas y a su conciencia, las masas des-aparecidas del espectáculo no pueden más que pulverizarse en millonarios fragmentos. Estos fragmentos se auto-conciben foráneos, externos y residuales respecto de la hipotética “marcha social” representada, y a fin de cuentas materializada. El sujeto, así cosificado como “extraño”, se piensa inexistente y se ruboriza de su falsa anomia, que deriva en real bajo la propia losa de su in-comunicación programada.
Eso ayuda a que sea tan fácil para los directores del proceso fundir aquello que aparece con aquello que es, en un movimiento pendular oscilante desde los media y desde “la sociedad civil organizada” a la calle física y viceversa, donde ambos espejos, encarados, se co-alimentan. Indisociablemente, y a medida que la alienación sufrida por la mayoría marginal vaya ensanchándose y extensificándose, ella percibirá cada vez menos su silencio como forzado o impuesto por la sustracción espectacular de su volumen de voz. Tal silencio se le aparecerá (e irá deviniendo verdaderamente) pura pasividad “espontánea” -natural consecuencia de su condición periférica a “la sociedad catalana”.
Vistas las cosas desde este ángulo, poco puede sorprender el contraste marcado que, tanto a nivel de expresividad como de racionalización, se interpone entre el actual proceso y aquellos periplos nacionales florecientes en la era burguesa clásica. Si aquéllos fueron un bullicio de pasión y de argumento, donde en cada esquina y en cada plaza los patriotas intentaban “ganarse al pueblo todo”, mientras los rincones de lo cotidiano servían de palestra improvisada al encuentro con los reacios (pienso por caso en la Revolución italiana de Garibaldi y los Camisas Rojas), aquí en Cataluña lo ordinario es un frío callar, roto periódicamente, eso sí, por la explosión de ruidosos eventos preparados. El más bien escaso ejercicio de proselitismo a pie de calle se entenderá bien si pensamos que la burguesía burocrática catalana en ningún momento ha legado a los movilizados un argumentario. Esta clase se ha limitado a atizar, en cambio, las brasas de un sentimiento casi felizmente in-comunicable. No susceptible de ser despertado en otros mediante razones; máxime cuando dichos otros son “Otros” en toda la extensión del término, quienes “no están hechos de la misma pasta” y de quienes no puede esperarse identificación al no compartir identidad.
Muy al contrario, el movilizado no siente en ningún momento la llamada a convencer a esos “no-catalanes reales”, que, salvo en la proximidad de votaciones, cree prescindibles al curso del proceso y a la vez masa social a adaptar, o a invitar a “escoger” entre quedarse o irse “libremente si no se está a gusto”. Ni siquiera son, “los otros”, tenidos por un “reto” o tomados por una “asignatura pendiente a la cohesión”. El chovinismo hace a estos independentistas huraños en la causa, en aras de no compartir ni contaminar su tesoro inexplicable. Y, coetáneamente, las jornadas se aproximan también a la mudez de razonamiento entre los propios convencidos, como si se presintiera que basta ponerse a discurrir, fuera del territorio de pasiones, para romper el sueño.
Por lo demás, en los momentos de reunión colectiva la comunicación desatada es de tipo eminentemente empático, a tono con el fondo irracionalista de base provisto por las fuerzas clasistas movilizadoras (de nuevo, sentimiento, y una supuesta Voluntad elevada tramposamente a “derecho a decidir”). ¿Y eso por qué?. Al ser la genuina comunidad humana una comunidad racional, donde el vínculo intersubjetivo tradujera fielmente una unicidad de producción, de necesidades y de mantenimiento social, la pseudo-comunidad irracional no puede ser más que un encuentro de soledades juntas y compartidas. Ellas poco tienen que decirse entre sí más que los mitos, promesas, eslóganes y símbolos que conforman una auto-apología idealizada de la parte social directriz de la agregación, y a cuyo calor ideológico los agregados pueden sublimar precisamente aquellas miserias y alienaciones tatuadas a su partición y a sus antagonismos. Obsérvese lo típico de vías humanas, conciertos, concentraciones y en definitiva de este abanico de reclamaciones escenificadas: allí donde la comunión simbólica envuelve de telajes un vacío consabido, el episodio de entusiasmo es, sí, desbordante. Pero también bestial: ausente de fraternidad humana derivada de identidad entre la condición objetiva del otro y la de uno, y así vacía de perspectiva de actividad compartida (tanto como de compartir el producto de dicha actividad). En sus cadenas humanas, los movilizados se dan la mano como instrumentos recíprocos de una finalidad particular e individualizada. Saben que nada más comparten; por eso su pudor, su recato y su distanciamiento mutuo durante la performance. No hay naturalidad en su acercarse. Y acabado el evento cada uno vuelve a su burbuja de vecinal desafectación.
El autor es vicedirector de Diario Unidad