Parte de lo que hoy se conoce en el mundo sobre la situación venezolana, es gracias al trabajo de hormiguita de esa gran diáspora
Tamara Suju Roa
El tiempo que estuve en el centro para refugiados, paso obligatorio previo para obtener el asilo político en República Checa, me sirvió para repensarme cada hora de esos días sobre lo que fue mi vida los últimos 15 años.
Las acciones, los momentos difíciles, los momentos de recompensa que me han dejado estos años de lucha incansable, me pasaban como una película, hora tras hora. Así me llenaba de valor.
Mi cita con el Ministerio del Interior fue a los dos días de estar en el lugar, y la historia de mi vida, tal como me la pidieron, duró casi 9 horas.
El momento más difícil, el que nunca olvidaré, fue cuando al terminar, me pidieron mis documentos de identidad venezolanos. Mi pasaporte. Aquello que dice: Nacionalidad: “Venezolana”.
Sé que he contado en alguna oportunidad esto, pero quiero hoy, en homenaje a quienes como yo han tenido que salir de Venezuela por persecución, por seguridad personal o simplemente buscando mejores oportunidades de vida que en 17 años de terror gubernamental el régimen no ha podido darles, decirles que al estirar mi mano, con esa libretica vinotinto, con el escudo y sus letras doradas, al señor que observaba apenado mis lágrimas, fue lo más difícil que he hecho, después de tomar la decisión de salir en aquel avión, sin saber cuándo volvería a ver aquellas costas venezolanas.
En mi peregrinaje por el mundo he conseguido a esa diáspora inmensa que son hoy nuestros compatriotas en el exilio.
Venezolanos que cuando me buscan en la estación del tren, o en el aeropuerto, se le aguan los ojos, y el abrazo es fuerte, es sincero, es ese que me dice “aquí estoy, en qué puedo ayudar a mi país”.
Pocos conocen las penurias que muchísimos de ellos están pasando por el mundo, cómo han tenido que reinventarse para sobrevivir y para hacer de cualquier trabajo que les dé de comer, su refugio.
Los he visto contar cada centavo, caminar y caminar, porque sale más barato que tomar el metro. Pero ahí están, dispuestos a ceder su tiempo para ayudar a organizar cualquier cosa que tenga que ver con la denuncia de lo que sucede en nuestro país.
A las reuniones, foros, exposiciones, concentraciones llegan con sus banderas y sus franelas, y sus hijos, muchos de los cuales han nacido en otro país.
También llevan a Venezuela en su pecho. Parte de lo que hoy se conoce en el mundo sobre la situación venezolana, es gracias al trabajo de hormiguita de esa gran diáspora.
Un documento en la cancillería, una reunión en el parlamento o el senado, una puerta abierta en un programa de radio, de televisión, con algún conocido periodista de prensa, es la plataforma de experiencia que a mí, en particular, me han brindado quienes llegaron antes que yo.
Por eso, hoy quiero enaltecer a los exiliados venezolanos. Profesionales, quizás entre los mejores preparados del mundo en muchos casos, jóvenes que salieron para asegurarse un mejor futuro, porque su patria ni siquiera les podía garantizar su integridad física o su vida.
Mujeres, hombres, familias completas que han huido del horror que significa vivir hoy en día en un país donde la instigación al odio constante, la intimidación, la represión y el encarcelamiento por parte del régimen venezolano hacia quienes no les son fieles, es el método usado para tratar de someter a la población.
No son pantuflas cómodas, ni tiempo libre en la computadora lo que caracteriza a quienes vivimos en el exilio. Es mucho trabajo y esfuerzo para salir adelante.
Son sueños rotos, hijos enterrados, perseguidos o torturados, gente que lo perdió todo, o que prefirió perderlo antes de ser una victima mas de la violencia que se vive en nuestro país o convertirse en un nuevo preso político.
Venezuela, amigos lectores, se lleva muy adentro en el corazón. Nadie puede juzgarnos.