El gobierno se encontró sin recursos ni apoyos para mantenerse y tiene que recurrir al recurso para el cual nació y le es inescapable
Manuel Malaver
No me cuento entre los venezolanos que no advirtió en 1999 que el recién constituido gobierno de Hugo Chávez conduciría más temprano que tarde a una dictadura y que, cualquiera fueran los atajos que tomara el teniente coronel para simular sus irrefrenables impulsos, un día amanecería fusil en mano declarándose como único e incuestionado dueño del país.
Se descubría, no solo en sus preferencias por la dictadura de los hermanos Castro de Cuba que empezó a revelar tan pronto salió de la cárcel en 1995, sino en el discurso ultraradical que, no obstante no mostrar las pezuñas socialistoides por razones electorales, tomaría rápidamente el curso que, acostumbran los regímenes marxistas de origen dudoso, según van tomando confianza.
Pero también habría que referirse a aquellas multitudes que empezaron a rodear a Chávez una vez que se hizo del poder, agitadas, tanto para demostrar que su fuerza crecía entre los pobres, como que la tendría a la mano una vez emprendiera el camino para el cual, insinuaba, estaba predestinado.
La multitud es un poder que hipnotiza, aturde, amedrenta y los dictadores, aunque apenas se estén empollando, saben usarla, tanto para seducir a los suyos, como asustar a los otros, a sus enemigos.
El Chávez que convoca la Constituyente en febrero de ese mismo año, ya revela que siente que ha avanzado como para dar un paso fundamental, y si la nueva “Carta Magna” solo llega a un presidencialismo feroz pero sin eliminar del todo la independencia de los poderes, sale convencido que la mantendrá hasta que las condiciones objetivas y subjetivas indiquen el zarpazo final.
Hay muchos discursos aquel 1999, y declaraciones, y viajes, y gestos, y promesas en las que se presenta como el hombre del pueblo que vino a liberar al pueblo, pero sin que la gestión presidencial pase de dar inicio a la gigantesca burocracia que años más tarde asombraría a José “Pepe” Mujica cuando lo visitó como presidente de Uruguay.
“Chávez y los chavistas” comentó Mujica “dicen que en Venezuela hay socialismo y revolución y yo lo que encontré fue una enorme burocracia”.
Se le olvidó decir que “socialismo” y “revolución” son sinónimos de “burocracia”, que también puede traducirse como ineficiencia, corrupción y abandono.
Pero para mediados del 2001, es posible que Chávez barruntara que se había equivocado en todos sus cálculos y que, con una caída del 70 por ciento en las encuestas y las calles plenas de manifestaciones crecientes que pedían su destitución, pensara que solo un milagro podía salvarlo.
Y el milagro llegó con la gigantesca manifestación del 11 de abril del 2002, cuando, con una dirección políticamente dispersa e improvisada, con mandos múltiples y obligada a decidir sobre la marcha, se produce el derrocamiento de Chávez por la acción de un movimiento cívico-militar, que, durante dos días va de error en error, hasta que el defenestrado presidente recompone sus fuerzas, da un contragolpe y regresa el 13 de abril.
Fue un regreso sin gloria, de todas maneras, pues si no fue heroico perder el poder en una tarde, menos lo fue retomarlo por las omisiones de unos alzados que, al parecer, nunca se convencieron que estuvieron a punto de evitarle a Venezuela una incalificable tragedia.
Nada, sin embargo, que contuviera las protestas ni la decisión de la sociedad civil de volverlo arrollar, hasta que, dos acontecimientos lo reinstalan definitivamente en el poder: el fraude electoral en el Referendo Revocatorio de agosto del 2004 y el comienzo del ciclo alcista de los precios del crudo que se extendería hasta el 2008.
Por el primero, la oposición cae en una crisis de identidad que la lleva a proclamar que no participará en agendas políticas electorales futuras porque “la abstención” derrotará por su misma al chavismo; y por el segundo, el chavismo resuelve sus problemas de caja y con unos ingresos que no terminan de crecer hasta elevarse en julio del 2008 a 128 dólares el barril, emprende una audaz política clientelar que, a través de la Misiones, le procuran el respaldo de calle y los votos que lo convierten en una dictadura electoralista.
Tocamos aquí con la clave que hace de Chávez un líder, no solo nacional, sino continental y mundial, los petrodólares, que le proporcionan los recursos que, con muchos discursos y mucho más políticas sociales de corte parroquial y distribucionista, lo lanzan a soñar que gobernará hasta que Dios se digne separarlo de este mundo.
No obstante, la oposición democrática -ahora agrupada en la MUD-, emprende la recuperación en diciembre del 2006 al postular a Manuel Rosales como candidato en las elecciones presidenciales y alzarse con el 38 por ciento de los votos; en diciembre del 2007 derrota Chávez en un referendo para una reforma constitucional que buscaba darle luz verde para implantar el socialismo; en el 2009 gana por mayoría de votos la Asamblea Nacional y en el 2010 una elección de gobernadores le permite recuperar 9 de las 22 gobernaciones que pertenecían al oficialismo.
Ya ha terminado el ciclo alcista, los precios del crudo ruedan a la baja, el gigantesco ingreso petrolero (tres billones de dólares, según cálculos) se ha dilapidado en los intentos de implantar el socialismo dentro y fuera del país, una pavorosa corrupción es asombro del mundo y la agujas del reloj político parecen regresar aquellos años de comienzos de los 2000 donde Chávez y la oposición estaban frente a frente y sin ventajas comparativas.
Es un desafío cuyo final Chávez no alcanza a vivir porque muere en Caracas el 5 de marzo del 2013 de un cáncer en la pelvis y traspasa el mando a un funcionario menos, Nicolás Maduro, que ha demostrado ser la elección menos apropiada para cumplir tamaña responsabilidad.
Es típico de las burocracias socialistas, cuyos caudillos no permiten segundones ni tercerones y dejan el poder en manos de cuarterones que o ceden el poder en las primeras de cambios, o terminan preso de las mafias de civiles y militares que lo usan para tener quien los represente.
El régimen de Maduro cosecha ya el fracaso de la revolución chavista, y por tanto, no es un gobierno de vivencia sino de sobrevivencia, porque día a día ve como sus antiguos seguidores lo dejan solo y se incorporan a las filas de la oposición para contribuir a su derrocamiento.
Venezuela se convierte para el mundo en otro país muestra del fracaso y de la inviabilidad del socialismo, porque con una economía que por casi 100 años se nutrió con la explotación y las exportaciones petroleras, pasó a ser una ruina económica con la inflación más alta del mundo occidental, el bolívar con una paridad cambiaria con relación al dólar que casi hizo desaparecer su valor y un desabastecimiento en productos alimenticios y medinas del 80 por ciento que lo ha hecho objeto de presiones para que Maduro acepte la ayuda humanitaria internacional.
Una catástrofe humanitaria en todos sus términos que, de paso, ha arrinconado a Maduro como el jefe de una minoría sin escape y con los días contados y cada día más cerca de un grotesco final.
Los días de la dictadura, en definitiva, del gobierno que de repente se encontró sin recursos ni apoyos para mantenerse y tiene que recurrir al recurso para el cual nació y le es inescapable: la dictadura.
Ya sin tapujos, sin razones para cubrirse el rostro ni esconder las armas e inmerso en esa etapa de las dictaduras cuando la agresión verbal no se diferencia de las balas y se escucha aun en la circunstancia en que la vida acoge un cierto grado de civilidad y educación.
La vida venezolana de los días en que, a raíz de la victoria opositora en las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre pasado, se tenían que discutir las factualidades de un gobierno de transición para asegurar que el chavismo moría y se enterraba en paz, y solo ha concluido en la resistencia de una pandilla de fanáticos que se niega a ser desalojados del poder, se aferran a sus privilegios y se arriesgan a morir por ellos, en otra muestra de la inhumanidad del socialismo y los socialistas, para los cuales, el poder es todo y tratan de mantenerse en él aunque sea el pueblo el que le pide desocupación.