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La sociedad de los inocentes muertos

Todavía en gran parte del mundo nos miran con indiferencia. Cada quien con sus problemas. Cada quien con su crisis, del tamaño que sea


Tamara Suju Roa

Observé en las redes sociales la cara del periodista Braulio Jatar y cómo luce actualmente en la cárcel donde lo tienen. Con el cuero cabelludo rapado, desencajado, muy delgado y una mirada lejana, como podría ser la de cualquiera de nosotros, si estuviera pasando por la peor pesadilla de su vida, solo por ejercer su profesión y publicar en su página web un cacerolazo contra el tirano.

Luego escuché los llantos de una madre, una indígena de Machiques de Perijá, al contar sobre su niña, de pocos meses, que murió por desnutrición. En la foto, la carita de la niña cuando todavía vivía, inocente, pero con la tristeza de esos seres que vienen al mundo sin pedirlo, a pasar trabajo y necesidad, en un pobre país rico, con un gobernante inepto.

Más adelante en la semana, escuché —con lágrimas en los ojos— la juramentación de Rosmit Mantilla en la Asamblea Nacional, luego de haber pasado dos años injustamente encarcelado, en la mazmorra-antro que mientan “el Helicoide”, por delitos que no cometió y en cuyo encierro casi se le va la vida.

Me preguntaba, cómo podemos pasar como sordos y ciegos al lado de esta tragedia que vive el pueblo venezolano, pretendiendo que no existe, que no es tan grave, que no nos corresponde o que nunca nos salpicará. Y esta reflexión no es solo para nuestra sociedad, para mis compatriotas, sino para la comunidad internacional. El mundo clama por los niños que mueren en Siria o por los miles de refugiados que colman a Europa, por los que yo también clamo, ¡por supuesto! Pero, ¿y por mi país? ¿Quién clama por Venezuela?

¿Y los cientos de niños que están muriendo por enfermedades, desnutrición o falta de medicinas? ¿Y los ancianos y presos comunes que mueren en los huesos como si estuvieran en campos de concentración sin comida y enfermos? ¿Y los dos venezolanos que mueren cada 20 minutos victimas del hampa? ¿Y los 253 mil muertos víctimas de la violencia de los últimos 16 años? ¿Y los 30 mil venezolanos que han cruzado la frontera con Brasil en menos de seis meses, buscando refugio en ese país? ¿Y los miles que han salido los últimos tres años, por persecución, o huyendo del terror que es vivir en su patria, dejando a la sociedad venezolana sin hijos, sin jóvenes profesionales, sin nietos a sus abuelos?

¿Y los que recorren las calles como alma en pena, hurgando en la basura buscando que comer? ¿Y las parturientas que dan a luz en los pasillos y cuyos recién nacidos mueren en incubadoras infectadas por falta de asepsia porque no hay desinfectantes? ¿Y los bebés que mueren porque son alimentados con agua de pata de pollo o concha de auyama? ¿Y los viejitos que lloran en las colas de los supermercados porque sus cuerpos no tienen más fuerza para calarse ese maratón sin saber si conseguirán lo que buscan?

Pensaba en aquellos que dejaron sus zonas de confort para luchar por Venezuela y perdieron la vida, como Bassil Da Costa o Geraldine Moreno, pensaba en lo que siente la madre de Lorent Saleh, o la esposa de Yon Goicoechea, o Manuela, la hija de Leopoldo, o Gerardo Carrero Padre, o aquellas criaturas detenidas y torturadas que nos llegaron todos los días de aquel año 2014, con el horror reflejado en sus ojos, luego de haber sido torturados toda la noche…

Pensaba en Venezuela, en el país que somos hoy día, y lo que significa para el resto de la comunidad internacional en general, e imagino que para muchos, somos un saco de conflictos, ejemplo de corrupción y despilfarro, del mal gobierno, del desorden, del caos, al que hay que contemplar desde la orilla por aquello de la “no injerencia”, sin opinar mucho y para otros, aquellos oportunistas que vienen a terminar de llevarse lo que queda, todavía siguen chupando de la teta seca, porque el momento ¡lo pintan calvo!

Venezuela, la tierra que ofreció albergue a tantos, sin distinciones, sin discriminaciones, es hoy, tierra arrasada en sus valores, en sus quereres, dividida, maltratada, saqueada, por esta plaga que se hizo llamar “socialismo del siglo XXI” que en 17 años destruyó la gallina de los huevos de oro llamada PDVSA y acabó con todo lo demás. Sin embargo, todavía en gran parte del mundo nos miran con indiferencia. Cada quien con sus problemas. Cada quien con su crisis, del tamaño que sea.

Pensaba en ti, Oliver Sánchez. En lo que fue tu corta vida, y esa enfermedad que padeciste en el peor momento de la historia de nuestro país. En la angustia de tus padres que sufrían no solo por pensar que te perdían, sino porque no conseguían tus medicinas diarias. Aquel cartel que escribiste donde decías “Quiero curarme, Paz, Salud” se metió en mis entrañas, pensando que pudiste ser un hijo mío, y en lo que hubiera sido mi locura para tratar de salvarte, ante un Estado indiferente por tu muerte.

Pensaba en todos los Oliver de nuestro país que se han ido apagando, mientras el mundo piensa que Venezuela todavía no necesita intervención internacional, a pesar del golpe a la democracia dado desde el poder y la terrible crisis humanitaria, ya que la dictadura militar que hoy está instalada en Venezuela puede salir con “votos”, porque los tiranos son demócratas. Esa es la lógica que nos están aplicando, quienes prefieren no salpicarse mucho y prefieren apoyar “diálogos dilatorios y falsos”, con toda comodidad.