La patria sigue, y seguirá allí, incontaminada, fiel al amor que le dispensan sus feligreses
Gustavo Luis Carrera
La patria es un concepto, es un convenimiento anímico, social, histórico, etopéyico, que es compartido por una colectividad. La patria no es un mapa, un territorio; inclusive reducida en su espacio vital (por ejemplo, Venezuela sin la Guayana Esequiba), la patria puede seguir existiendo. La patria es a la vez un sentimiento y un desiderátum: una percepción simbólica y el deseo de su permanencia. Es una noción colectiva, sin dueños personales o partidistas. Sin embargo, ¿puede la patria llegar a su final? Al menos sí parece posible en el ánimo subjetivo, como acontece en la novela “Ídolos rotos”.
UNA NOVELA CRÍTICA, ¿PESIMISTA? Publicada en Caracas, en 1901, la novela “Ídolos rotos” fue la primera escrita por Manuel Díaz Rodríguez, el gran representante venezolano, y de todo el continente, de la prosa preciosista del Modernismo. Abriendo el siglo XX, este libro, de ostensible estilo refinado, se convirtió en un símbolo de una nueva sensibilidad literaria, y sobre todo novelística en América, con proyecciones hacia España, como lo fue la renovación expresiva y estética de la escuela literaria modernista. Su entramado argumental va en dirección del proceso emotivo y conductual de Alberto Soria, el artista incomprendido; rodeado de personajes obviamente simbólicos: Teresa Farías, la inconstante; el general Galindo, sinónimo de corrupción y de oportunismo; y así continúa la galería de negatividad, hasta que aparece Emazábal, el luchador social, que es una excepción en el grupo: no un realista, pero sí un esperanzador. A la postre, el lector percibe el mensaje pesimista, que se manifiesta de por sí; aunque Díaz Rodríguez hubiera dicho: pesimista no; realista y crítico sí.
LA IMPÚDICA DICTADURA DE CIPRIANO CASTRO. El régimen personalista y señaladamente cruel de Cipriano Castro se convirtió en una dictadura, llena de impudicias y sostenida por la corrupción y el mayor cúmulo de aduladores y turiferarios aparecidos en la historia nacional, al menos hasta ese momento. A tanto llegó esta obsecuencia, que no faltó quien comparara a Castro con Bolívar, y hasta encontrase un extremo laudatorio que le permitiese declarar la superioridad del iletrado andino sobre el caraqueño. Exceso de sumisión y halago que haría escuela en las etapas de política devaluada y distorsionada hasta la actualidad: la impudicia ignorante y sumisa tiene proyección histórica.
LA DECEPCIÓN FINAL: ¡FINIS PATRIAE! En medio de la acción de personajes divagantes, incompletos, cuando no derrotados o corrompidos, Alberto Soria va a la Escuela de Bellas Artes, en medio de la convulsión política, y ve cómo la soldadesca castrista profana y destruye las esculturas. La ignominiosa escena provoca su sentencia irrevocable y fatídica: «¡Finis patriae!».
VÁLVULA: “El genio literario de Manuel Díaz Rodríguez, a través del incomprendido Alberto Soria, devela su profundo sentir en rechazo de la vulgaridad y el cinismo de la dictadura del momento. El lector, sensible y solidario con su tiempo, puede coincidir con la tentación de promulgar el ¡Finis Patriae!; pero a sabiendas de que se trata de un impulso irreflexivo: la patria sigue, y seguirá allí, incontaminada, fiel al amor que le dispensan sus feligreses.
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