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Migraciones y migrantes I Opinión I Juan José Monsant

Si la ONU descubriera un territorio factible para albergar a siete millones de personas y se lo asignaran a la diáspora venezolana, muy pronto tendría una Constitución un sistema de seguridad, escuelas, fábricas, carreteras y…una identidad.

Juan José Monsant Aristimuño I PALESTRA

Más de siete millones de hombres, mujeres y niños se han visto forzados a huir, a veces solo con un morral y sus documentos de identidad protegidos en una de esas bolsas Zipolock,  para guardar su identidad. Quizá no ante una autoridad fronteriza, sino para saberse existente.

Alguien, un ser humano que nació y creció en una parte determinada de este planeta. Que alguna vez corrió en un patio junto a otros, se enamoró, tuvo madre, quizá una casa donde guarecerse. En definitiva, una identidad y una pertenencia, que hoy colgaba bajo su camisa en una bolsa de plástico transparente. Siete millones deambulando por América, subiendo la cima de Sísifo.

Ese número de seres humanos son un país. Son más personas que todas los que viven en Panamá o El Salvador, casi la población de Suiza y muchísimo más de quienes se asentaron en Israel cuando fue fundado en 1947.

Si la ONU descubriera un territorio factible para albergar a siete millones de personas y se lo asignaran a la diáspora venezolana, muy pronto tendría una Constitución, un cuerpo de leyes, un sistema de seguridad, escuelas, fábricas, carreteras y…una identidad. A los primeros que salieron huyendo de la antigua Capitanía General de Venezuela los llamaban en los Estados Unidos “los balseros del aire”, en alusión a los balseros cubanos que llegaban a la costa de Florida en precarias e improvisadas embarcaciones, más parecidas a la balsa Kon-Tiki del explorador noruego Thor Heyerdalh y, estos primeros venezolanos que huyeron de su país arribaban por avión.

Fueron hombres y mujeres, familias precavidas que por razones económicas, visualizaron hacia dónde se dirigía el país. Empresarios, estudiantes, profesionales de la ingeniería, medicina, arquitectura, músicos, chefs de cocina, directores musicales, científicos quienes podían de una u otra manera asentarse con cierta o mayor seguridad en los Estados Unidos, España, Chile, Panamá, Canadá o Colombia. En realidad en cualquier país eran bien recibidos porque se enriquecía con la llegada de talentos o inversiones.

Luego se dio la segunda, tercera oleada y quizás hasta la cuarta, conocida como la del Darién, por la zona selvática que separa a Colombia de Panamá, zona obligada donde no se llega en balsa ni avión para atravesar Centroamérica, llegar a México y de allí a la ilusión de Estados Unidos.

La humanidad se ha sorprendido, no sabe cómo detener esta emigración masiva. En realidad, somos los venezolanos quienes debemos solucionarlo. Actuar dentro, desde el exterior, en las calles, clandestinidad, llanos y montañas, rebelándonos contra la narcotiranía que disuelve la nación y fragmenta el territorio; con todos los medios conocidos para alcanzar la libertad, con la asistencia de países y organizaciones comprometidas con la libertad que pasa por la democracia.

@jjmonsant

EL AUTOR es abogado egresado de la Universidad Central de Venezuela, especializado en asuntos y relaciones internacionales. Exembajador de Venezuela en El Salvador.

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