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Tres rostros de la mística humanitaria I Letras Al Margen I Gustavo Luis Carrera

Ser maestro es tener la convicción profunda de que se está en el mundo no sólo para infundir conocimiento, sino por igual para formar mentes.

Gustavo Luis Carrera I   LETRAS AL MARGEN                       

            Las distintas profesiones exigen conocimiento, experiencia y dedicación. Nadie ejerce cumplidamente un oficio que desconoce. Las apariencias y los timos se descubren por sí mismos. De hecho, todo profesional debe respetar la deontología que regula su actividad. Pero, hay profesiones que además del cumplimiento de estas reglamentaciones, requieren del más alto sentido de voluntad de servicio y de conciencia de una primordial mística humanitaria. Entendiendo que mística significa convicción profunda y espíritu de solidaridad social. Veamos las tres profesiones que están en la primacía de tales condiciones esenciales.  

            EL MÉDICO. Entre la vida y la muerte. Ser médico significa un doble pacto de conciencias, la del compromiso que se adquiere con una profesión que debe ejercerse con orgullo personal, y la de una solidaridad social que se hace patente en el apoyo vital al semejante, cualquiera que sea su condición y su estatus. Todo ser humano viviente encarna el reto de la supervivencia, en la cotidianidad, o en situaciones de crisis de salud, y es el desafío que el médico toma para sí y en el cual compromete su vocación y su eficacia. El padre simbólico de la medicina, Hipócrates, y el padre de la filosofía orgánica, Platón, decían que la medicina es de todas artes la más noble, que donde se ama el arte de la medicina, se ama también la humanidad. Y allí, desde la antigüedad, se categoriza la profesión del médico por sus virtudes esenciales: la nobleza y la solidaridad.  El médico está en el filo de la espada del destino, que es frontera entre la vida y la muerte. Su norte es la vida, preservándola de los vientos contrarios que envía la muerte. Como timonel, como «señor después de Dios», debe conducir la nave de la existencia amenazada al puerto seguro de la vida, de la supervivencia. La tradición popular recoge un dicho clásico: «De médico, poeta y loco, todos tenemos un poco». Es cierto. Pero, para ser médico, hay que tener conciencia social; para ser poeta, inspiración; y para ser loco, ilogicidad. Si no se reúne el requisito, no se puede ser plenamente lo que se  dice ser. Por eso, a fin de cuentas, quien no posee la vocación mística, apasionada, de servicio social propia del médico, nunca lo será realmente. Puede ejercer la medicina externamente, pero no la hará suya en la profundidad de su fuero interno.    

Ser sacerdote es erigirse en creador y protector de la fe y de la trascendencia espiritual”

            EL SACERDOTE. Entre el cuerpo y el alma. Ser sacerdote es erigirse en creador y protector de la fe y de la trascendencia espiritual. Su función es a la vez de honda raíz en la realidad cotidiana de los feligreses y de infinita proyección en el mundo intangible de la devoción. El sacerdote necesita recurrir a toda su fuerza interior para estar en capacidad de solidarizarse inclusive con pecadores y malvivientes. Como pastor de almas, su rebaño es toda la colectividad, tanto las personas de vida honesta y recta como las descarriadas. Es un guía espiritual; que reconforta en la desgracia; que anima en la duda vital. En la Biblia es un intermediario con Dios; así lo ven los creyentes, y así lo asume el honesto y auténtico sacerdote. Si hay un ejemplo público, si hay un refugio personificado, si hay un símbolo de la honestidad, de la comprensión y de la capacidad de perdonar, es el del hombre de iglesia. Su ejercicio profesional, manifiesto ante todos, se basa en tres votos esenciales: el voto de pobreza, el voto de castidad y el voto de humildad. Y hay que preguntarse el porqué de estos votos. La razón es evidente: son las tres tentaciones más agresivas y poderosas que se yerguen ante el humano: el afán de riqueza; la atracción de la relación carnal; y el espejismo de la vanidad. Y quien es capaz de contenerse ante estas tres tendencias generalizadas, demuestra una diferencia radical y un grado superior de dominio de sí mismo, con respecto al común de las personas. Y esa  desemejanza debe afirmarse en el plano absoluto, incondicional, de la solidaridad humana. Tal como lo afirmaba el admirable papa, ahora elevado a la santidad, Juan Pablo II: «La vocación del sacerdote es la santidad, y la santidad es servir a la humanidad». Es posible que alguien vista y actúe como un sacerdote; pero, si no posee el requerimiento sine qua non del misticismo que vibra en la vocación de servicio honesto y sacrificado, nunca será un legítimo sacerdote.          

Quien no posee la vocación mística, apasionada, de servicio social propia del médico, nunca lo será realmente”

            EL MAESTRO. Entre la palabra y la conducta. Ser maestro es tener la convicción profunda de que se está en el mundo no sólo para infundir conocimiento, sino por igual para formar mentes. Es un compromiso de la más alta condición, Recordando las palabras del maestro egregio Simón Rodríguez, diremos que «enseñar no sólo es educar, es formar para la vida». Y seguían sus consejos: al maestro le corresponde la máxima tarea social: la preparación de ciudadanos pensantes, con su propio mundo racional, de responsabilidad social. Para destacados pensadores esto es más que evidente; así, para el filósofo Emmanuel Kant es un hecho incontrovertible: «Tan sólo por la educación el hombre llega a ser hombre. El hombre no es más que lo que la educación hace de él». Se trata de una función decisiva en la vida del ser humano; el verdadero maestro está consciente de la altísima responsabilidad social que tiene a su cargo. Y su orientación ha de ser la de un suscitador de ideas y de acciones. El maestro auténtico no pretende que se piense como él; su propósito es estimular a que se piense por sí mismo. Y el buen docente acepta y reconduce al alumno rebelde, tomándolo como un reto y no como un tropiezo. Su tarea va de la enseñanza del uso de la palabra -dicha, escrita, leída-, hasta la orientación hacia una conducta ciudadana (como quería el maestro Rodríguez) positiva y benéfica para toda la sociedad. La influencia del maestro no tiene límites (¡cuántos no veneramos a nuestra maestra de primeras letras!). La vocación de servicio público del maestro es lo más parecido al sentido místico de la vocación de sacrificio por una idea. Por ello, solamente quien siente, enriquece y glorifica su conciencia de solidaridad humana, con una dedicación que va desde el niño hasta el adulto, merece llevar el digno y augusto título de maestro.                   VÁLVULA: «Toda profesión exige una capacitación y una destreza. Pero, sobresalen, en la perspectiva de la solidaridad social, tres que se fundan en una indispensable mística humanitaria. Y así lo ratifican los anales de la historia y nuestra experiencia vital. Una es la de ser médico, es decir la de protector y salvaguarda de la salud comunitaria, en prestigiosa alerta sin distingos ni discriminaciones. Otra es la de sacerdote, el heraldo y resguardo del alma, en permanente ofrenda de apoyo y consejo a toda sociedad, en generosa y entregada acción de refugio de desamparados y guía espiritual de la comunidad. La tercera es la admirable de ser maestro, es decir: mediador constructivo entre la palabra dicha y escrita y la conciencia de una conducta social constructiva y de franca solidaridad con sus alumnos, a quienes dedica sus denodados esfuerzos docentes».                                                                                                                                                                                                                                                                                  glcarrerad@gmail.com

EL AUTOR es doctor en Letras y profesor titular jubilado de la Universidad Central de Venezuela, donde fue director y uno de los fundadores del Instituto de Investigaciones Literarias. Fue rector de la Universidad Nacional Abierta y desde 1998 es Individuo de Número de la Academia Venezolana de la Lengua. Entre sus distinciones como narrador, ensayista y crítico literario se destacan los premios del Concurso Anual de Cuentos de El Nacional (1963, 1968 y 1973); Premio Municipal de Prosa (1971) por La novela del petróleo en Venezuela; Premio Municipal de Narrativa (1978 y 1994) por Viaje inverso y Salomón, respectivamente; y Premio de Ensayo de la XI Bienal Literaria José Antonio Ramos Sucre (1995) por El signo secreto: para una poética de José Antonio Ramos Sucre. Nació en Cumaná, en 1933.

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