En 1789 la Revolución Francesa, germen de la república, proclamó entre los derechos humanos esenciales, la igualdad.
Gustavo Luis Carrera I LETRAS AL MARGEN
No es fácil aceptar que hay principios sociales básicos que no pasan de ser hermosos postulados teóricos Todos los mencionamos y presuponemos su existencia; inclusive damos por un hecho su valor como meta a perfeccionar. Pero, la prudencia conceptual nos obliga a revisar la veracidad de su aplicación funcional. Esta vez lo haremos con un postulado particularmente reivindicado en su condición de rasero identificador de la especie humana; la igualdad.
LA IGUALDAD. (El mito). En 1789 la Revolución Francesa, germen de la república, proclamó entre los derechos humanos esenciales, la igualdad. Y desde entonces la historia cotidiana del conjunto mundial ostenta un sinnúmero de movimientos y reclamos públicos en favor del establecimiento del principio igualitario como un fundamento humano indispensable. Pero, ¿puede existir, realmente, la igualdad? En primer lugar, cada persona es una entidad diferenciada. «Cada cabeza es un mundo», dice el pueblo, con sobrada razón. Se nace con tendencias y aptitudes. Hay quien se siente en lo suyo tomando el camino del conocimiento, del estudio; y hay quien es propenso a la capacidad manual, a la creación material. Hay quien responde a una naturaleza sosegada, reflexiva; y quien exhibe una manera activa, resuelta. En fin, son diferencias que todos conocemos. ¿Y qué decir de la igualdad entre el hombre y la mujer? En realidad, dentro de la auténtica aspiración igualitaria, lo resaltante, lo necesario, lo irrenunciable, es la igualdad en los derechos sociales, políticos y económicos. A igual trabajo, igual paga. Igualdad ante la justicia, sin distingos sociales. Igualdad ante el voto, sin rechazos ideológicos. Igualdad en el origen personal, sin discriminaciones raciales. Aspiraciones igualitarias de esta índole son las realistas; del resto, la igualdad es un mito.
LA TOLERANCIA. (La praxis). Si a ver bien vamos, advertimos que, a fin de cuentas, el grupo social no se integra a partir del principio de la igualdad, que la propia naturaleza contradice, sino en función de la aceptación mutua, con las diferencias naturales de aspecto, pensamiento y acción. Es lo que se llama la tolerancia. Vale decir, aceptar que cada quien tiene el derecho inalienable de pensar a su manera, de opinar según sus criterios y hasta de defender lo que no entendemos o simplemente no compartimos. Es la parte más difícil de la convivencia social. Porque tolerar puntos de vista distintos -u opuestos- a los nuestros exige un alto nivel de comprensión y de respeto ideológico que muchos no practican. La tolerancia se impone como la praxis del estatuto de la vida en sociedad. Para compartir el espacio físico y espiritual que exige el enrevesado arte de vivir, la tolerancia es el ingrediente indispensable. Es así mismo el fundamento del juego limpio en lo ideológico: aceptar lo distinto, para que sea aceptada nuestra particularidad.
FUNDAMENTO DE CONVIVENCIA. (Lo permanente). Así, de hecho, resalta la circunstancia de que lo que se perfila como soporte del grupo social, en su integridad, es el estatuto de participación convenido en el acto mismo de pertenecer a una colectividad. ¿Cómo se explica, si no, la integración de comunidades de grandes dimensiones; inclusive de naciones y de países? Compartir un territorio y heredar usos y costumbres de honda raíz histórica es el camino directo a la constitución de una nación; y la suma, integrada, de naciones, constituye un país. Cada región, cada etnia, materializa su rostro nacional, propio de una zona, de una colectividad. Así, el concepto de nación se iguala con el de cultura, con una identidad. Y entonces se delimita una identidad regional, zonal; y a su vez se perfila una identidad denominada nacional, adoptando en, la práctica, el criterio de nación como suma de nacionalidades. Pero, en todo caso, lo que destacamos es el hecho básico de que un grupo social se funda en la convivencia de lo disímil, en la integración de semejantes y de contrarios. Sobre todo, cuando el fin último es la permanencia, la conservación de la integridad. Y ello en base a la tolerancia; condición sine qua non de la cohesión social.
VÁLVULA: «En vez de pretender que la sociedad se articule en torno a la igualdad, que es materialmente un imposible, la lógica indica que el agrupamiento humano se fundamenta en la tolerancia, en aceptar las disimilitudes. Así como la igualdad sólo es dable -y exigible- en la social, lo racial y la económico, la tolerancia es la base del convenimiento permanente que impone la conformación de una colectividad estable».
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