En los momentos decisivos de la historia, olvidarse de odios pasados, mezquinos y menores para validar la unidad es una importante lección política.
Manuel Malaver
Esta semana he recordado más que siempre a Antonio Ledezma, el Alcalde Metropolitano de Caracas secuestrado hace dos meses por las hordas fascistas del autócrata, Nicolás Maduro.
Y no es que nos viéramos o habláramos a menudo -ni siquiera por los medios que hacen posible la realidad virtual-sino que, sabiendo que Ledezma estaba en la calle y al frente de las responsabilidades que le trazó la ciudadanía en las elecciones para alcaldes de diciembre del 2013, era como otra de las pocas pero fuertes garantías de que la libertad y la democracia continuaban custodiadas.
Recuerdos que hago extensivos a Mitzy, en altísimo grado de estima y a amigos compartidos como Agustín, Antonio, Soledad, Omar, Américo, Trino, Alfonso, Pablo, Ernesto, Marianella, Alexis y tantos otros que no cabrían ni en miles de Arcas de Noé.
Porque, eso es Antonio, “un político de nación” (como decía el irreemplazable Manuel Caballero de Rómulo Betancourt), uno que extiende su amistad a la nación entera.
Pero hablando de “Caballero, Betancourt y nación”, sintonizo con la última reunión que tuve con Ledezma, una tarde de noviembre del año pasado, en la misma oficina donde fue brutalmente atropellado tres meses después por sicarios de Maduro, una tarde en que, proclamando la unidad cómo la única vía para derrotar la dictadura, contó un pasaje de las vidas de Rómulo Betancourt y el general, Eleazar López Contreras que, como diría el verso del poeta, Aquiles Nazoa: “Corre como un río en mi memoria”:
“Era” comenzó “cualquiera de los meses finales de 1957, quizá septiembre, octubre y Betancourt, que vivía en Nueva York, había vencido todas las reservas y rencores que traía del golpe de estado del 48, para reunirse con “sus enemigos” de entonces, Rafael Caldera y Jóvito Villalba, y luego de largas discusiones, darle curso a la política unitaria que daría al traste con la dictadura de Pérez Jiménez, el 23 de enero próximo.
Envió el documento de “AD, Copei y URD” a Caracas, pero el CEN clandestino de su partido le escribió diciéndole que era indispensable el apoyo –aunque fuera aparte-, del general, Eleazar López Contreras, pues los militares antipérezjimenistas lo exigían.
Betancourt tragó grueso, pues veía casi imposible que su enemigo histórico, el hombre que lo había perseguido en el 38, y contribuido a derrocar a Gallegos 10 años después, accediera a reunirse con él. El general López vivía también en Nueva York y Rómulo mandó a amigos comunes a proponerle el encuentro. Por supuesto que López saltó del asiento cuando oyó la petición. “¿Cómo, reunirme con Betancourt, el adeco, el comunista, el cabillero?”. Siguió otra discusión larga, hasta que López, accediendo, dijo: “Está bien, me reúno con Betancourt, pero ¡por favor! que no se entere, María Teresa, mi mujer”.
[quote_center]“Hace falta la unidad para que regresen a los amplios y profundos horizontes de Venezuela”[/quote_center]
He pensado mucho en estos meses en el pasaje de las vidas de Betancourt y el general, López, contado por Ledezma; lo he pensado como una lección de política, de altísima política, que nos refiere a lo trascendente que resulta en los momentos decisivos de la historia, olvidarse de odios pasados, mezquinos y menores -por muy intensos y justificados que sean-, para validar la unidad, la solidaridad y la complementariedad como única formula de derrotar las tiranías, a las hórridas y abominables tiranías
Betancourt y López -¿quién puede dudarlo?- eran espíritus recios, ásperos, cerreros, que se enfrentaron con saña durante décadas por diferencias en las cuales les iba la vida, y sin embargo, llegado el momento de salvar a Venezuela, se las sacudieron como briznas y avanzaron para hacer historia grande.
Ráfagas muy distintas a las de hoy, cuando políticos que deberían oxigenarse con una experiencia de 55 años atrás, la desechan para andar por el ábrego de rencillas y reconcomios sin fin.
“Políticos jóvenes” los llaman, pero yo diría que son de los más viejos que han pasado por la historia nacional.
Pero el pasaje de las vidas de Betancourt y el general, López, contado por Ledezma, también se refiere a un “¿qué dirá?”, un “¿qué dirá?” imprescindible en la vida de cualquier político superior en la historia de este o cualquier país. El “¿qué dirá?” la esposa, la amiga, la pareja que lo ha acompañado en todos estos años de luchas, dudas, tropiezos, empeños, diferencias, acuerdos y de repente, lo ve dando un giro que no he tenido tiempo de explicar, razonar, ni discutir con ella.
No es, por supuesto, el caso de Ledezma y Mitzy Capriles de Ledezma, puesto que, desde que los conozco personalmente, mediados de los 90, creo, siempre los he visto compartiendo las ideas, el conocimiento, las informaciones, los dos muy discretos, pero Mitzy más discreta que Antonio.
Discreción que ha sido puesta a un lado ahora que hay que ir con todo por la libertad de Ledezma, y denunciar el atropello que le han inferido Maduro y sus sicarios, la violación de los derechos humanos que se aplica en el país en forma masiva y liderar una causa, la gran causa por la libertad de los presos políticos en Venezuela.
Mitzy recorriendo todo el país, por Norte, Centro, Sudamérica y Europa, consultada en noticieros, reportajes y entrevistas y en todos dejando claro, sin pelos ni turbiedades, la verdad inenarrable de la represión, de la persecución a la oposición democrática, los fraudes, las mentiras, las estafas, las máscaras con que intenta cubrirse esta dictadura del engaño, el trucaje y la hipocresía.
Por supuesto que en su lucha no ha estado sola y que transita un camino que abrió otra mujer incomparable, la esposa de Leopoldo López, Lilian Tintori, también desafiando la tiranía, no dejándole escapes y haciendo lucir a Maduro y sus compinches como unos fantoches, pero con licencia para secuestrar, torturar y matar.
Igual, es inexcusable continuar sin mencionar a Bony Simonovis, Yajaira Forrero, María Lourdes Afiuni, Jackeline Sandoval, Indira Ramírez de Peña, Andreína Baduel, Patricia de Ceballos y tantas otras que no le han dado tregua a estos esperpentos del terror para quienes la patria es un territorio para entregarlo a extranjeros y construir cárceles y cadalsos.
Son los espacios donde se atrincheran unos venezolanos presos y sus esposas que recogen el legado que dejaron los héroes y heroínas de la independencia y los que siempre lucharon porque la libertad y la democracia no fueron más pastos de tiranos embriagados por el odio, la violencia, la corrupción, la incompetencia y la traición.
Pero sin olvidar unos y otros que la política también se hace desde las cárceles, desde las trincheras donde resistir es el más noble mensaje que se puede enviar a los venezolanos que dormitan en las colas, y son acosados por el hampa, los cuerpos policiales y los militares corruptos.
Ideas que en Antonio Ledezma son indesligables de la unidad, de la necesidad, de la urgencia de que todo el universo opositor, en sus distintas opiniones y configuraciones, se acuerde en una política, en un plan superior y maestro donde el objetivo central sea arrollar al chavismo, al madurismo, al cabellismo y a todas las plagas y pestes que han infestado a Venezuela del peor mal que puede consumir a un país: el de la división, el odio y la violencia.
Inoculación en la que fueron expertos Stalin, Hitler, Mao, Mussolini, Fidel Castro y estos epígonos anacrónicos, ignorantes e indolentes que han resultado unas piezas perfectas, los aparatos ideales para destruir el país.
Desde la calle, Ledezma, Mitzy, López, Lilian, el general Baduel, Andreina, Ceballos y Patricia no están solos, pero hace falta la unidad para que regresen a los amplios y profundos horizontes de Venezuela.
Otra mujer, María Corina Machado, mantiene en sus manos la antorcha de la libertad… y no se apagará.