Hay que estar entrenados para revertir estratagemas como inhabilitar candidatos opositores, y convertirlas, por el contrario, en más razones para votar
Manuel Malaver
Debe tomar nota la oposición democrática que participará en las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre próximo (MUD, la Salida, y Movimientos Alternativos que encabezan Claudio Fermín y Pablo Medina) que inhabilitar a candidatos como María Corina Machado y Enzo Scarano, no es solo para sacar de juego a dos potentes parlamentarios que no le darían tregua al “madurato” desde la cámara, sino para promover la abstención entre electores que, al no contar con sus diputados preelegidos, son más propicios a marginarse de los comicios.
Pero de, igual manera, inhabilitación es sinónimo de fraude, pues al tratar de descontar votos que no se contarán porque no serán emitidos, configura un fraude anticipado que debe ser denunciado.
Es la ley en la filosofía de esta democracia instrumental que se realiza, exactamente, para no realizarse, pero deja la sensación, el sabor de sí hay democracia.
Pero argucia que, como dijo María Corina Machado al otro día de conocerse su inhabilitación, no se combate sino con más participación y confianza en la eficacia del voto que, en cuanto de hace más multitudinario y tumultuoso, tiene más capacidad para poner en evidencia la catadura dictatorial del régimen.
Unas elecciones parlamentarias, entonces, pero con un franco y, en ningún sentido disimulado carácter desestabilizador, pues, deben agregarse a las batallas en que se demuestra que, no es solo que el modelo estatólatra y militarista ha conducido a Venezuela a la ruina, sino que sus administradores Maduro, Cabello y CIA son una sarta de incompetentes y corruptos que, ni siquiera con las ventajas de estar al frente de un país petrolero, cumplieron con el manual elemental de cualquier gobierno: convencer, al menos, a un parte de la población.
El llamado “Socialismo del Siglo XXI”, en efecto, como propuesta “doctrinaria” que quiso camuflar los peores rasgos de los socialismos ortodoxos (dictadura, improductividad, corrupción y desigualdad), es hoy una retahíla de palabras huecas, impronunciables e intragables, y que, ni por azar o la más fatua irreverencia, ningún desintegrado ni apocalíptico se siente inclinado a proclamar, ni defender.
Un aborto del pensamiento, en definitiva, o quizá de una noche de pesadillas en paisajes del jurásico o del cámbrico, pero sembrados en estas primeras décadas del siglo XXI, como para demostrar que en materia de biología e historia no hay monstruosidad que no se pueda repetir.
No se podría ni debería decir nada diferente de los regímenes, primero, de Chávez, y después, de Maduro, su sucesor; pero sí, se puede agregar mucho, muchísimo, ya que, a las deformidades del modelo original, añadieron las propias, que, a grandes rasgos, podrían definirse como arrogancia, patanería, anacronismo, ingenuidad, tragicomedia, y un manirrotismo que, volcado al desvarío de la resurrección del socialismo a la cubana y a la soviética, condujo a la inmolación de Venezuela y de ellos mismos.
Hoy, lo que queda de todo ello es un esperpento cuadrapléjico, tartamudo y desequilibrado que, solo sobrevive por la estratagema de su alianza con carteles, mafias, bandas y sectas de la delincuencia común y organizada que, a veces con el nombre de “colectivos”, o de “paramilitares”, une el concurso de sus armas, bolívares y dólares a la defensa de Maduro y sus grupos, que solo disponen de remedos de instituciones para parcharse de cierto lustre de constitucionalidad, legalidad y legitimidad.
Es lo que también se conoce en Venezuela como modelo, gobierno o régimen de los “pranes”, o “pranato”, que alude al inmenso poder que desde las cárceles ejercen cierta categoría de presos que, dotados de tecnología de punta (celulares, iPhone, Smartphone, laptops y tabletas), continúan dirigiendo sus bandas en las calles, asignándoles tareas, ejecutando crímenes, robos, secuestros, atracos, narcotráfico, vacunas, bachaqueos, e influyendo y pactando con jueces, ministros y altos oficiales, con los cuales de hecho, se benefician de un poder compartido, y se intercambia prestación de servicios (sicariatos, atentados, vigilancia) a cambio de dotación de armas, protección e impunidad.
Un símbolo de todo esto podría ser la cárcel venezolana de la segunda década del siglo XXI, que opera con una población penal que puede emparentarse con un barrio de clase media baja, pero con una estrictica jerarquización social, mini centros comerciales, banca electrónica, casino (también electrónico), consultorio (legales, médicos) y rumbosas salsotecas donde los fines de semana pueden encontrarse figuras del show bussiness como DJ, modelos, músicos, cantantes y damas de la socialité.
A comienzos de semana, por ejemplo, más de 2000 funcionarios de orden público llevaron a cabo la toma de un barrio en el oeste de Caracas, La Cota 905, desde hace meses con bandas en rebelión contra las autoridades de la capital, a las cuales no permitían ingreso a la entidad y que solo después de un día de sangrientas batallas, con un saldo de 50 personas entre muertos y heridos, y 300 detenidos, se anunció “urbi et orbi” que se había cumplido el operativo.
Pero batallas de esta clase se vienen sucediendo en el país desde hace varios meses, y dependiendo del grado de peligrosidad e independencia que van adquiriendo las bandas y mafias que son las que ejercen la autoridad real en las barriadas de las ciudades, compartiéndola con las precarias autoridades estatales que, algunas veces atacan, pero otras son neutrales o se reparten el botín.
El clímax mejor logrado, en fin, de la postmodernidad, de la contracultura que propicia el desplome de todos los valores conocidos y practicados durante 500 años de civilización, y frente a los cuales, no es para convenir que una nueva versión del Apocalipsis está cobrando fuerza y realidad, sino que fenómenos como el ISIS, el Boko Haram y los neototalitarismos de izquierda y derecha que están surgiendo en Europa, son, tanto tendencias históricas y políticas, como sociales y delincuenciales.
Y es, precisamente, en tales parámetros, donde la oposición democrática venezolana, debe aprovechar los residuos de lo que resta de democracia para participar en unas elecciones parlamentarias en las que, ganar es una obligación y una responsabilidad, porque, de un lado, la pérdida de aprobación del régimen de Maduro se acerca al 80 por ciento, y, de otro, aprovecharla y concretarla en votos, es dar un paso fundamental para que las nuevas victorias resulten más fáciles y el fin del “pranato-madurato” esté más cerca de lo que es permisible calcular.
Dentro del Plan Maestro, por tanto, hay que estar entrenados para revertir estratagemas como inhabilitar candidatos opositores, y convertirlas, por el contrario, en más razones para votar y hacer de la defensa del voto la estrategia central que no le permita al fraude, ni a otras ilegalidades, escapatorias.
Insistiendo, ahora más que nunca, en el cumplimientos de la Constitución para que los árbitros electorales sean imparciales, el conteo cubra la mayor cantidad posible de mesas, sea rápido, exhaustivo y transparente, y cuente con una observación nacional e internacional donde ONG y multilaterales puedan pronunciarse sobre si los resultados son legales o ilegales.
No es, entonces, fácil, ni exenta de toda clase de riesgos la presencia de la oposición en las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre próximo, pero el reto es inevitable y motivador y las condiciones para que la derrota de los socialistas apocalípticos y sus pranes resulten catastróficas, irrepetibles.