El Principio Constitucional de Progresividad de los Derechos Humanos ordena crear una legislación nueva que equipare el voto estudiantil y el profesoral
Jesús Silva R.
El actual paro indefinido de las universidades tradicionales huele a capricho electoral antichavista. La universidad tiene autonomía como lo manda el artículo 109 de la Constitución y ello se traduce en una autorización para resolver sus propios asuntos en materia de investigación científica, humanística y tecnológica, normas de gobierno, funcionamiento y la administración, así como planificar, organizar, elaborar y actualizar los programas de investigación, docencia y extensión. Asimismo se incluye la inviolabilidad del recinto universitario.
Pero la universidad no es una república independiente, pues está sometida a la autoridad de la República Bolivariana de Venezuela, su Carta Magna, sus leyes, poderes públicos e instituciones. En la universidad, se juega con la bandera de las reivindicaciones estudiantiles como arma de manipulación en manos de la cúpula profesoral que gobierna dentro del claustro. Las facultades terminan actuando alineadas con partidos políticos y paralizan las clases como antesala a cada evento electoral del país.
Aunque en izquierdas y derechas hay quienes defienden la tradición del voto docente calificado, lo cierto es que el Principio Constitucional de Progresividad de los Derechos Humanos ordena crear una legislación nueva que equipare el voto estudiantil y el profesoral. Dicha innovación propiciará un salto cualitativo en la conciencia de los estudiantes para que ejerzan radicalmente su poder transformador y dejen atrás la fantasía del “apoliticismo universitario” que históricamente ha favorecido a las élites academicistas.
En el marco de la nación, las pugnas sociales hacen que las masas busquen alternativas políticas de transformación, aun cuando haya países donde temporalmente no se vea una opción revolucionaria. En Venezuela esa opción existe con la Revolución Bolivariana y el vigente proceso de inclusión social, pues a diferencia de los reductos de la burguesía donde la liberación ideológica está pendiente, en la nación prevalece una mayoría universal con conciencia superior.
Somos jóvenes (en mi caso 35 años) pero nuestra lucha es antigua. Lo suficiente para recordar que era el año 2003, yo estaba recién graduado en leyes y pertenecía a la Dirección Nacional de la Juventud Comunista; cuando desde una universidad con sede en mi natal Maracay, un colectivo de estudiantes y profesores de izquierda solicitó mis servicios políticos y abogadiles para atender la problemática de su elección decanal.
Las listas de votantes no habían sido publicadas en su totalidad, aunque el conflicto radicaba esencialmente en la injerencia de los profesores jubilados dentro la votación. Me presenté a los pocos días al recinto con un tribunal a fin de efectuar la inspección que hiciera constar los listados incompletos. Ello me permitió fortalecer mi alegato jurídico para que se postergara la elección por unas semanas, como al final lo logramos. Siendo nuestro propósito fundamental, ganar tiempo para conquistar una reforma de la normativa que depurara realmente el proceso electoral.
Sabíamos que ese contingente jubilado concentraba a la derecha adeco copeyana. Ante altas instancias burocráticas, dentro del corto tiempo disponible antes de la elección, elevamos nuestra petición por una efectiva corrección de esa vieja normativa opuesta a la transformación. Más sin embargo, no obtuvimos la respuesta oportuna ni la solidaridad esperada. Quizás los que encabezamos esa lucha, desafiando al todopoderoso e inmutable sistema universitario burgués, sentimos que nos dejaron solos.
Llegada la mañana de la elección, la aguja de mi reloj me señalaba un diez implacable. Me di vuelta y contemplé por la avenida Las Delicias, la llegada de una larga columna de taxis a la Universidad. Un macabro canto me advirtió que las elecciones ya nos las habían robado. Coreaban: “Se va, se va”. Eran los “profes fachos” que recibían a decenas de sus compadres para ejercer el sufragio. Al verlos todos vestidos de blanco, mi mente produjo una réplica pictórica de mi infancia en los ochenta, viendo en las urnas a esos viejos militantes adecos, envueltos en blanco uniforme con una mosquita plástica adherida al pecho.
De ipso facto me dije a mi mismo: “La próxima vez que nos contemos, el voto del estudiante y del profesor valdrán lo mismo”. La revolución debe pasar por la Universidad.
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