Todo un pueblo, sabiendo que él no es el engañado, se pregunta, a propósito de los candidatos: ¿es que se engañan ellos mismos?
Gustavo Luis Carrera
Cuando se va a competir, lo primero que se revisa es la calidad y la cantidad de los adversarios. Si es un solo contrincante, la observación se centra en su capacidad y sus fortalezas. Si son varios, el análisis lógico es considerar si uno a uno es posible vencerlos. Y es un principio lógico y sensato. Porque, simplemente, no es lo mismo ir dividido, junto a otros aspirantes, frente a un solo contendor, que centraliza su poder, mientras del otro lado la fragmentación debilita a cada uno por separado. El ejemplo histórico es incontrovertible.
«DIVIDE Y VENCERÁS». Ya tratamos de este sabio precepto en anterior oportunidad. Atribuido a Julio César, este principio básico de la estrategia funciona como el preludio del triunfo. Así se consolidó el imperio romano, aprovechando las rivalidades grupales en la población de los territorios a ser anexados; de igual modo se estableció el dominio de Inglaterra sobre un territorio tan vasto como el de la India, sobre una población dividida entre los rivales hindúes y pakistaníes; y, en ejemplo más cercano geográficamente, no otra cosa facilitó el triunfo de Cortés frente al poderoso imperio nahua: recibió el apoyo de los tlaxcaltecas, enemigos de los dominantes aztecas. En sí, el principio es tan elemental como astuto: todos los oponentes, unidos bajo una sola bandera, son invencibles; dispersos, en una diversidad de caudillos y de grupos, uno a uno son fáciles de derrotar. ¿Hay alguna dificultad en entender esto? No hay que ser matemático ni físico nuclear -ni nada parecido- para comprender que tras el lema de «divide y vencerás», se halla una verdad como un templo.
EL EGO DESATADO. Ahora bien, llegando a la realidad actual en este país, es obvio que detrás del desenfrenado número de aspirantes a todos los cargos que estarán en juego en las próximas elecciones, se esconde -pero, se detecta sin mucho esfuerzo- el desaforado ego de los pretendientes. Cada quien se presenta como el candidato más idóneo, el aspirante más adecuado, dueño de «un indiscutible prestigio regional» o de «un liderazgo arraigado en la zona»; en fin, que cada cual jala la brasa para su sardina electoral. ¿Y qué priva en el fondo? Un desbocado ego, una autovaloración desmedida; es decir, «vanitas vanitatum», como se decía antes: vanidad de vanidades. Esta es la verdad. No se aceptan primarias, donde se dilucide quién tiene más apoyo de los votantes. Cuando esto es lo lógico: que se inscriban todos los aspirantes, y que luego, en una consulta -primaria- a los votantes, se haga la selección de un solo candidato, apoyado por todos los demás. ¿Es tan difícil entender esto? No. La dificultad estriba en poder aplacar el ego de cada uno, entender que la división favorece al opositor común a todos -el sistema imperante-, y anteponer los intereses nacionales a las pretensiones personales. Aquí se encuentra el quid del problema ¿Qué importa más, el país o la vanidad personal de cada aspirante?
¿HASTA CUÁNDO EL ENGAÑO? Pero, vayamos a los hechos en concreto. Si damos por cierto que el principio de «divide y vencerás» es un viejo y sabio truco de la estrategia elemental, que ha sido refrendado por la historia, que es un hecho innegable, ¿a quién pretende engañar quien se ha propuesto a sí mismo como candidato, al lado de otros varios aspirantes, frente a uno solo, escogido manu militari, por la administración imperante?, ¿piensa, realmente, que sus posibilidades de triunfo son reales? Es cuestión simple y de una innegable obviedad: si los votos que favorecerían a un candidato se dividen entre varios aspirantes, forzosamente el resultado será que cada uno de ellos tendrá un apoyo parcial, minimizado; lo que hará que cada uno pierda, por separado, frente al opositor único. Entonces, aceptando que esto lo entiende hasta la mente menos fértil, vuelve la pregunta: ¿a quién se pretende engañar? ¿A un país que ve con claridad, y con angustia, cómo el peligro se cierne sobre el destino nacional, por un empecinamiento obsesivo, irracional, de parte de los candidatos, sumados a montón? No parece posible, pues cualquier persona, con una mínima claridad mental, entiende que la división es la antesala de la derrota. Entonces, la única opción válida es la de que los candidatos se engañan a sí mismos. ¿O es que a cada uno no le importa perder ante el oficialista, con tal de que sea derrotado el antes aliado, ahora convertido en rival? En todo caso, el engaño, pretendidamente hacia los demás, o en realidad aplicado a sí mismo, no deja de ser un cómplice de la derrota de un país, de un pueblo, que merece respeto, consideración y apertura hacia un cambio abierto a un futuro mejor.
VÁLVULA: «La multiplicidad de candidatos en las próximas elecciones es la vía más directa a la derrota de la oposición. Esto lo entiende hasta el cerebro menos alerta. El sabio y artero principio de «divide y vencerás» ha sido hábilmente desarrollado por el oficialismo; auspiciando la división del contrario. Y ello a sabiendas de que ante un contrincante unido no tendría opción. Ahora, los exponencialmente multiplicados candidatos oponentes, dominados por un ego inconmensurable, insisten en ir, atomizados, a la derrota. Mientras, todo un pueblo, sabiendo que él no es el engañado, se pregunta, a propósito de los candidatos: ¿es que se engañan ellos mismos?».
EL AUTOR es doctor en Letras y profesor titular jubilado de la Universidad Central de Venezuela, donde fue director y uno de los fundadores del Instituto de Investigaciones Literarias. Fue rector de la Universidad Nacional Abierta y desde 1998 es Individuo de Número de la Academia Venezolana de la Lengua. Entre sus distinciones como narrador, ensayista y crítico literario se destacan los premios del Concurso Anual de Cuentos de El Nacional (1963, 1968 y 1973); Premio Municipal de Prosa (1971) por La novela del petróleo en Venezuela; Premio Municipal de Narrativa (1978 y 1994) por Viaje inverso y Salomón, respectivamente; y Premio de Ensayo de la XI Bienal Literaria José Antonio Ramos Sucre (1995) por El signo secreto: para una poética de José Antonio Ramos Sucre. Nació en Cumaná, en 1933.